lunes, 16 de febrero de 2009

LA BALA VA A LA FIESTA

Viejos ritos y nuevas deidades del mexicano en las fiestas de su muerte.

Lo ritual es de naturaleza instintiva. En México vivimos una regresión hacia lo primitivo cuanto más nos acercamos a la emoción, a lo simbólico, y nos apartamos del razonamiento.
Grandes sectores de la población, con una formación intelectual deficiente, sin una base de ideas sólidas, se comunican entre sí y viven casi solamente a través de imágenes simbólicas; algo que evoca el pensamiento mágico y los códigos con que se transmitía el conocimiento y se mantenía el poder religioso en algunas culturas antiguas.

Sería injusto y absurdo limitar u otorgar el grado de “civilizadas” solamente a nuestras sociedades modernas basándonos en el bagaje intelectual o el refinamiento cultural alcanzado por éstas: ejemplos de salvajismo y deshumanización en la época contemporánea abundan, más que el número de hazañas de la razón.

La utilización de símbolos primigenios, si bien de conocida eficacia y de altísimo contenido sintético, nos regresa a las etapas primarias del hombre, aquellas en las que se depende solamente del instinto para sobrevivir, haciendo a un lado la reflexión, característica esencial de lo humano.

En las etapas sórdidas de los pueblos donde la guerra, la muerte o la destrucción se enseñorean de éstos, el resurgimiento de símbolos, mitos, festejos y deidades de naturaleza sacrificial, eventualmente rescatados de los panteones de la historia, va aparejado con el grado de violencia e intolerancia inoculado entre la gente.

La prevalencia de la imagen sobre el razonamiento, explicaría en algo la reincorporación de antiguos ritos y divinidades a nuestra sociedad. Éstos se han reciclado para ofrecernos de nuevo toda su fuerza, asociados de manera natural al carácter emotivo de los actos y fiestas tribales de nuevos grupos constituidos alrededor de supuestos de sobrevivencia y no de convivencia.

Decapitados, mutilados, fusilamientos masivos, carnicerías. En los últimos años México ha vuelto a ser el país de la barbarie: una violencia que pensábamos superada luego del interminable ciclo de guerras floridas, conquista, rebeliones locales, Independencia, invasión norteamericana, Reforma, invasión francesa, Revolución, guerra cristera y guerra sucia.

Quedará en el país la memoria de la guerra contra el narcotráfico como una de las más sangrientas, con su correspondiente producción de muertos –más de 9000 desde diciembre de 2006 hasta enero de 2009, y contando –, tanto que ya es lugar común comparar el número de nuestras víctimas con los solamente 3900 norteamericanos muertos en los cinco años que van de la guerra de Irak (unos cuantos miles de civiles iraquíes parecen ser enteramente olvidables para la estadística).

Es largo y morboso escarbar en los detalles de cada una de las ejecuciones que se están llevando a cabo en México: hay muertos por todos lados, de muchas formas, y por todos los motivos imaginables.

Desde el músico de pueblo sospechoso de engatusar a la novia del jefe de la banda local; pasando por la muchachita que no llegó a tiempo con el encargo de dos kilogramos de mariguana; siguiendo con el policía corrupto que dicen delató a sus patrocinadores; el narcomenudista que no llegó a entender para quién trabajaba, ni por qué se le iba a matar; el otro que creyó fácil quedarse con la mercancía o el dinero de su jefe muerto o capturado; hasta aquel que desconcertado escucha a sus antiguos amigos pedirle perdón mientras lo torturan, antes o después de soltarle una ráfaga de balazos, y antes o después de cortarle un dedo, la cabeza, la lengua, o el pene.

Este comportamiento se ha generalizado hasta en los delincuentes que nada tienen qué ver con el narcotráfico: algunos asaltos o latrocinios que antes se ejecutaban casi siempre con saldo blanco, ahora son acompañados de violaciones, torturas y asesinatos tan inútiles como llenos de significados por la manera en que se realizan.

Prevalece lo ritual, la fiesta, la ceremonia, el aparente respeto hacia la víctima antes de sacarle el corazón para después aventar los despojos escaleras abajo del templo.

Escabechándose al enemigo
Vale recordar aquí las fiestas de Xipe-Totec, el Dios Desollado, cuando los sacerdotes aztecas despellejaban cuidadosamente a los sacrificados para vestir su piel durante la fiesta –y veinte días más –, como si fuese un overol; la sangre ahí vertida era mezclada con amaranto, y con la masa resultante se hacían figuras que asemejaban a los muertos. Dichas figuras eran repartidas entre el pueblo, que jubiloso se comía las viandas, literalmente a modo de comunión, y tal vez como una manera instintiva (y por ritual, respetuosa) de afirmar la superioridad ante los enemigos.

Tan frecuentes eran tales fiestas, y en ellas, el reparto de esas grotescas alegrías (que es como se conoce actualmente al dulce elaborado mezclando semillas de amaranto y miel de piloncillo), que Hernán Cortés impuso pena de muerte para todo aquel que cultivase la planta, casi logrando su extinción como especie botánica.

La cultura de la muerte al parecer no nos ha abandonado desde que los mexicanos no éramos más que grupos de cazadores y recolectores dispersos por el territorio. Hoy florece en todo su esplendor, y se expresa de las formas más terribles; es sangre que no se acaba: los criminales ahora hacen pozole o barbacoa con los cadáveres (Es decir, alimentos que se preparan y consumen generalmente en ocasiones festivas), y de vez en vez aparecen evidencias de canibalismo.

¿Una cabeza es un cadáver?
Aparte del canibalismo ritual o literal, cada vez es más común entre los mexicanos la práctica del descabezamiento, la decapitación, algo que considera el mayor escarnio o humillación para el vencido, y que produce un alto grado de horror y desaliento entre los rivales.

Los antiguos guerreros mesoamericanos colocaban en estacas de madera afiladas los cráneos de los enemigos sacrificados. Un conjunto grande de estacas colocadas en hileras, con las cabezas apiladas de a cuatro por vara, constituía un tzompantli. Solamente en la Gran Tenochtitlán, las crónicas señalan hasta siete de estos altares distribuidos por la ciudad.

El uso de cabezas cortadas para intimidar o desalentar al potencial enemigo fue práctica corriente en nuestra Guerra de Independencia. Al sacerdote insurgente Miguel Hidalgo y Costilla que fue hecho prisionero y eclesiásticamente degradado, execrado, y juzgado de manera civil para luego ser fusilado, le fue cercenada la cabeza. Ésta se envió a Guanajuato conservada en sal, para colocarse en una jaula de hierro en una de las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas; lugar donde se exhibió por años junto con las de Allende, Aldama y Jiménez, para escarmiento de los guerrilleros.

Los nuevos tzompantlis ahora son mediáticos: exhibidas en YouTube o entregadas por paquetería, las cabezas sirven como trofeos o como advertencia. Son dejadas en salones de baile o en playas concurridas; arrojadas frente a comandancias y cuarteles; cabezas a su vez mutiladas, con mensajes escritos sobre papel (casi siempre con faltas de ortografía y mala sintaxis, encubriendo, vaya uno a saber si por casualidad, al intelectual autor del crimen), o con partes del cuerpo embutidas en la boca o en los ojos.

Uno de los principales tzompantlis del mundo mesoamericano, un literal “muro de calaveras”, asociado no sólo con las guerras sino con las fiestas religiosas del sangriento Juego de Pelota, se encontraba en Chichén-Itzá, en las cercanías de la actual Mérida.

En esa misma ciudad, lugar tradicionalmente pacífico al grado que en son de broma hasta hace poco cualquier mexicano afirmaba que “si el mundo se acaba me voy a Mérida”, a fines de agosto se produjo un asesinato colectivo donde las víctimas, doce personas, fueron decapitadas. Los cuerpos fueron colgados hasta desangrarse por completo (¿para qué?), y posteriormente apilados y abandonados. Las cabezas fueron dispersadas a kilómetros de los cadáveres.

¡Tengan sus santitos!
El movimiento cristero, provocado por la decisión del presidente Plutarco Elías Calles de descatolizar al país, es decir, la intención de suprimir junto con la práctica religiosa el caudal de fiestas que hasta la fecha son razón de la existencia para millones de personas en México, abunda en ejemplos de barbarie.

En Los Recuerdos del Porvenir, novela fundamentalmente autobiográfica de Elena Garro, ubicada durante la guerra cristera en un pueblo imaginario denominado Ixtepec, se presentan de manera paralela situaciones de fiesta y muerte, escenas de teatro y fusilamientos. Es también la narración de cómo los mexicanos asistíamos entonces de manera inevitable, ya fuese como participantes u observadores, a las grotescas ceremonias de la muerte; un espectáculo interminable de ejecuciones y torturas.

Ya el historiador Jean Meyer, en su obra La Cristiada*, especifica las múltiples maneras de ajusticiamiento disponibles en la época:

“Todos los Cristeros a quienes se hacía prisioneros eran pasados por las armas. La pena de muerte era también el castigo de quienes ayudaban a los rebeldes, de los que propalaban falsas noticias, y hasta de los que hacían bautizar a sus hijos, asistían a las Misas clandestinas o se casaban por la Iglesia. Los civiles sucumbieron en más de una ocasión, víctimas de matanzas colectivas. En Tenanzingo todos los lunes había fusilamientos y muertes en la horca, en público…”


“La tortura se practicaba sistemáticamente, no solo para obtener informes, sino también para hacer que durara el suplicio, para obligar a los católicos a renegar de su Fe y para castigarlos eficazmente, ya que la muerte no bastaba para asustarlos. Caminar con las plantas de los pies en carne viva, ser degollado, quemado, deshuesado, descuartizado vivo, colgado de los pulgares, estrangulado, electrocutado, quemado por partes con soplete, sometido a la tortura del potro, de los borceguíes, del embudo, de la cuerda, ser arrastrado por caballos... Todo esto era lo que esperaba a quienes caían en manos de los federales”.

Asistir a un fusilamiento o a un ahorcamiento público, en fechas especialmente señaladas y obligatorias –para que lo pudiera observar el mayor número de personas –, era todo un acontecimiento donde los balcones de las casas principales que daban a las plazas, abrían sus puertas para que las señoritas no perdieran detalle de las ejecuciones.

Abajo, el pueblo llano, el peladaje, observaba y participaba de las más diversas maneras en la amarga pero desmadrosa ceremonia, aunque los condenados a muerte fueran de los suyos: no faltaban los insultos, los gritos, los silbidos. Había que manifestarse con relajo –ya qué – a favor del vencedor, de la autoridad en turno. Corrían de manera abundante el tequila y el mezcal, exaltándose los ánimos que eran brutalmente llevados al clímax con cada una de las ejecuciones. A la mañana siguiente, las dos crudas…

La multitud de cristeros martirizados en aquella época, algunos cuyo único mérito fue haber recibido la muerte de forma atroz, sirvió como excelente filón de nuevos nombres para agregar al atiborrado santoral de la Iglesia Católica en el siglo XXI. Lo cual para fines prácticos sólo implica…más fiestas.

La bala va a la fiesta
En Sinaloa –uno de los estados que mayores problemas tiene con la violencia asociada a la producción y el tráfico de drogas, y que ha generado toda una cultura de la delincuencia –, en las fiestas de Fin de Año hacia la medianoche se reúnen multitudes de personas armadas que salen de sus casas para celebrar disparando cada quien doce tiros al aire (algunos lo hacen de manera continua por doce minutos), en una ruleta rusa de balas perdidas que increíblemente casi nunca cobra víctimas.

No ocurrió así en el Estado de México, en el municipio de Ocoyoacac, donde el pasado mes de septiembre veinticuatro certeros balazos segaron la vida de igual número de albañiles, presuntamente constructores de un túnel clandestino en la frontera con los Estados Unidos.
Todos los muertos ultimados a manos de una persona, con una sola pistola; algo que nada tiene de ajeno para nosotros si nos remitimos al relato La Fiesta de las Balas de Martín Luis Guzmán, incluido en su novela El Águila y la Serpiente.

En él se cuenta cómo el general villista Rodolfo Fierro, apodado El Carnicero, decide fusilar personalmente a 300 soldados orozquistas capturados en una batalla, para escarmiento de los federales prisioneros que buscaba adicionar a su tropa.

Leyenda con visos de realidad, pues el hecho histórico es que al militar le gustaba disparar a la menor provocación**, del relato se deduce que Fierro ofrecía al menos la remota posibilidad de salvación si su puntería fallaba mientras el prisionero intentaba escapar tratando de saltar una barda.

En Ocoyoacac, los veinticuatro albañiles fueron asesinados atados de manos e hincados, sin la menor oportunidad de escape o defensa: un auténtico festín para su verdugo; algo que no podemos imaginar sin evocar la famosa fotografía de Edgard T. Adams, donde el jefe de la policía de Saigón ejecuta de un disparo en la sien a un maniatado prisionero Vietcong.

La Muerte Unisex
Existe un inquietante paralelismo entre la antigua dualidad prehispánica Mictecancuhtli-Mictecacihuatl –Señor y Señora de la Muerte, guardianes del Mictlan o región de los muertos–, y el moderno culto a la imagen de la Santa Muerte, prohibido en México tanto por autoridades civiles como religiosas (La clandestinidad confiriéndole el halo de misterio que en algo habrá contribuido a su propagación).

La Santa Muerte, en efecto, se torna masculina o femenina de acuerdo a las circunstancias o sexo de los creyentes. En ocasiones su atuendo es de mujer con reminiscencias de novia, en otras es un esqueleto vestido con hábito de monje y guadaña. Sus devotos, en la dulce costumbre del lenguaje heredada de los antiguos mexicas, la nombran con diminutivos: Flaquita, Santita, Mi Chiquita, etc.; finalmente es un ente de naturaleza dual cuya fiesta se celebra el 1º de noviembre, día de los muertos niños.

Como en toda fiesta que se respete, a la Niña Blanca en su día le ofrecen antojitos, bebidas alcohólicas, tabaco y hasta mariguana. Los más comprometidos, aquellos que por alguna circunstancia le deben favores, la festejan llevándole mariachis para cantarle “Las Mañanitas”.

Los fieles de este culto afirman que el principal precepto de la Santa Muerte es el respeto. Y con todo respeto le rezan como platicando con su mejor amigo, pidiéndole consejo o protección antes de acometer acciones temerarias que ponen en riesgo su vida, ya que por mayoría, sus adeptos son personas con actividades peligrosas como los policías; aunque sus contrapartes criminales la honran igualmente, pidiéndole como favor eliminar al contrario, en un macabro juego de malos deseos donde la realidad es que nadie sabe cuándo ni cómo saldrá perdiendo.

A mediados de 2008, Jonathan Legaria Vargas, comandante Pantera, uno de los principales sacerdotes del culto a la Santa Muerte en México, murió violentamente atravesado por más de cincuenta balas cerca del templo donde erigió una estatua de la Santita de 22 metros de altura. La imagen se yergue a la vista de todos los automovilistas y transeúntes que cruzan por la Vía José López Portillo, en Tultitlán, Estado de México, sin que a la fecha ninguna autoridad se haya interesado por solicitar su desmantelamiento alegando, al menos, la falta del permiso de obra. No vaya a ser la de malas…

* Meyer, Jean. La Cristiada. FCE/CLIO. Colección Tezontle. 1ª Edición. 384 pp. México, 2007

**Por su proclividad a resolver las disputas a tiros, Rodolfo Fierro provocó un conflicto internacional entre México e Inglaterra al ajusticiar personalmente al ciudadano y ranchero inglés avecindado en Chihuahua William S. Benton cuando éste acudió en 1914 a los cuarteles de Villa en Ciudad Juárez para reclamar la devolución de unas tierras…que Benton había arrebatado.


martes, 10 de febrero de 2009

¡TALAMONTES MONARCA!

Cerro Pelón, Michoacán. Literalmente.

Ascendemos a lomo de caballo, internándonos en el bosque a partir del poblado de Macheros, municipio de Donato Guerra, en el Estado de México. A la media hora de camino el guía nos señala en la espesura la línea divisoria entre los estados de México y Michoacán, frontera meramente imaginaria y convenida entre los lugareños. ¡Al fin en Michoacán…otro poco y llegaremos hasta donde las mariposas!

Nuestro guía conoce la ubicación exacta, este año y en esta zona, de los árboles donde se han posado un estimado de veinte millones de mariposas Monarca. Espectáculo que anualmente atrae a miles de turistas de Europa y los Estados Unidos a la región, así como también es motivo de investigaciones con presupuestos y donativos generosos por parte de universidades e instituciones nacionales y extranjeras.

Algo llama poderosamente mi atención cuando nos adentramos en Michoacán: aquí y allá, junto al improvisado camino, se aprecian los gruesos tocones de lo que debieron ser árboles centenarios, cortados de tajo. Más adelante, tapizan la vereda cientos de tablones de todos tamaños que los talamontes desecharon por ignoradas razones. Hago una apreciación rápida: cualquier árbol con más de 50 centímetros de diámetro ha sido asesinado. O eso creía yo. El grado de destrucción es asombroso. -Este apenas lo cortaron anoche, me dice el guía, señalándome un pedazo de madera no más ancho que mi muslo -¿Pa qué les va a alcanzar este tronquito? si acaso para la pata de una mesa…

A cincuenta metros de donde este año anidaron las mariposas (la descripción del espectáculo merece una crónica aparte), camino sobre la viruta tierna de árboles cortados con motosierra hará un par de días, de acuerdo a los ejidatarios que guardan el acceso final a la zona de la Monarca. Ellos afirman que de la tala mejor ni averiguan porque los matan. Observo unos tablones de color rosado, perfectamente apilados, que se distinguen entre todo el camposanto en que se va convirtiendo la “Reserva” del lado michoacano.

De regreso, tanto entusiasmado como entristecido, a la mitad de la montaña nos cruzamos con cuatro mozalbetes -uno de ellos esconde apurado una escopeta entre sus ropas- que arrean varios bueyes. ¿Hacia dónde van? –pregunto. Se me explica que llevan a pastar a los animales. A mí más bien me parece que van por la pila de tablones.

Pero hay algo que indigna todavía más: aquí hasta los caballos saben que existen dos pueblitos ubicados en la falda de Cerro Pelón, llamados El Campamento (¡) y el Rincón, donde viven los taladores ilegales, quienes venden en Zitácuaro la madera que alcanzan a sacar de aquí a pleno día. No entiendo qué están esperando las autoridades michoacanas para desmantelar dichos lugares y acordonar con el ejército y con guardabosques el puñado de hectáreas de la Reserva. Aquí también aplica –y mucho- el si no pueden, renuncien.

Pienso de inmediato que alguien no está haciendo su trabajo. Pienso en el gobernador Leonel Godoy y en el dejar hacer. Pienso en la corrupción. En cuánto dinero vale darle en la madre a lo que no es mío ni de los michoacanos, ni de los mexicanos, sino de la humanidad. Pienso en callarme, al fin que tal vez he sido uno de los últimos privilegiados que han podido observar en todo su esplendor el espectáculo de la mariposa Monarca, algo que atesoraré toda la vida. Supongo que eso debería bastarme.