jueves, 31 de marzo de 2011

DON JESÚS MENDOZA ROLDÁN


A la pregunta de cómo le iba, invariablemente respondía que sólo a los bueyes les iba mal.

Lo recuerdo reinando los domingos desde su cama destendida, cuando hacíamos la visita semanal o quincenal a Petén 604 en la Narvarte.

Yo, acostumbrado por mi madre a levantarme diariamente a las seis de la mañana sin distingo de fines de semana o vacaciones, encontraba aires de pashá en el abuelo cuando hacia el mediodía nos recibía en su recámara, enfundado en su bata de seda, rodeado por el séquito de sus numerosos hijos, mis tíos.

En su casa siempre había fiesta, o eso me parecía a mí. Fuera por los hijos e hijas adolescentes y amigueros, o fuera por el concurso de las amistades de años, el festejo era interminable con invitados permanentes, música, guitarras y comida abundante. Los Mendoza Ayala todavía conservamos su frase: “¡que no se vean miserias!”

Recuerdo la primera vez que me subí a un avión. Cumplía quince años, y un viaje a Guadalajara, Guaymas (de ahí es la fotografía que acompaña este texto), Ciudad Obregón y Hermosillo fue el regalo que el abuelo (“el superabuelo”, como después le gustó que lo llamáramos), tuvo para mí. Todavía hace unos días encontré los pases de abordar, una servilleta y los cubiertos de plástico con el logotipo de Aeroméxico que atesoré durante mucho tiempo.

En esa ocasión, a punto de que despegáramos, el abuelo leía sin inmutarse el periódico del día con la noticia a ocho columnas de un accidente aéreo en alguna ciudad de los Estados Unidos.

Para tranquilizarme y no pensar en posibles catástrofes (¡era mi primer vuelo!), le pregunté a dónde había viajado, cuántos países conocía. Bajó el periódico y parado arriba de sus cincuenta o cincuenta y cinco años me dijo: “le he dado dos veces la vuelta al mundo y pienso darle una tercera...”, para luego hacer una larga enumeración de lugares con nombres extraños. Instantáneamente deslumbrado, en ese entonces me planteé ser algún día como él, la mitad de él aunque fuese.

A donde nunca iré va a ser al carnaval de Río de Janeiro, dijo. Por qué no. Porque con mala suerte te toca un maricón disfrazado. Siguió leyendo su periódico, mientras yo me maravillaba de ese hombre que había viajado tanto, que de vez en cuando se asomaba para ver con naturalidad los paisajes grandiosos que se iban desplegando abajo de nosotros, y que a mí me tenían extasiado.

Las reuniones de los domingos en la casa del abuelo incluyeron muchas veces una improvisada función de cine: por muchos años él filmó sus viajes. En este momento recuerdo unas hermosas vistas del Cañón del Colorado proyectadas entre anécdotas y risas y comentarios chuscos de los parientes y amigos que estábamos de visita.

Mucho tiempo después, me comentó que un día decidió no volver a tomar película de nada, salvo unas cuantas fotografías quizás, al darse cuenta que en realidad se había perdido los detalles en vivo de todo lo que conoció.

Así como le gustaba lo bueno, el lujo, disfrutaba también de conocer la vida de los lugareños humildes con quienes platicaba; desayunar en los mercados, encontrar frutas o platillos exóticos (descubrimos juntos el “zapote domingo” en Veracruz).

Él me enseñó que las dos horas de espera después de la comida para poder meterte a la alberca eran sólo un mito, una absurda pérdida de tiempo (“en cincuenta años no le ha pasado nunca nada a tu abuelo por meterse al agua después de comer”).

Era enemigo de los psicólogos y de las personas solemnes. No le daba muchas vueltas: la vida había qué disfrutarla y abordarla con decisión. Punto. Lo demás eran tarugadas de gente ociosa, preocupada por ver hacia qué lado zurrabas.

El abuelo era audaz. Nunca dudó en emprender un negocio que le pareciera interesante, y para hacerlo recorría países, hacía amigos, se allegaba de información.

Como entre sueños recuerdo su fábrica de hieleras y tortilleros de marca FRI-O-CAL, bajo la razón social de JEMESA (Jesús Mendoza, S.A.).

Su alberca de pequeñas esferas de plástico poliestireno (material novedoso que él introdujo en México), era un auténtico mar de diversión blanca de donde a mis cinco o seis años me sacaban con pesar.

En los años sesentas, el abuelo y mi padre montaron el stand de Jemesa en la Feria del Hogar. Ahí le obsequiaron tortilleros a Gustavo Díaz Ordaz, quien recorría la exhibición. Existe una foto de aquel “histórico” momento, donde me parece que estoy de pantalón corto y peinado con limón, sentado sobre el mostrador observando al presidente mientras le hacen el regalo.

Es leyenda la cantidad de edificios y casas que el abuelo adquirió o construyó. Ignoro cuántos, pero sé que llegó a poseer una buena cantidad de ellos (Mi familia vivió dos o tres años en el cuarto piso de uno de sus edificios, en la calle 6 del barrio de San Simón, que hoy forma parte de la colonia Periodistas).

Con la misma facilidad y audacia con que hacía los negocios, los deshacía. Vendía, compraba, permutaba; generalmente con éxito o ventaja, otras veces no tanto. Eso sí: siempre le alcanzó para su peregrinación anual a Las Vegas, donde era recibido con limosina desde el aeropuerto.

El tiempo y las circunstancias fueron minando sus reservas y quizás algo de su buena estrella. Los edificios se vendieron. Sin embargo, sus “últimos ahorritos” parecían reciclarse una y otra vez.

Lo que no puede negarse es que todo lo disfrutó sin reservas, y que mucho nos compartió a todos.

Recurriendo quizá a los amigos fue que pudo emplear sus últimos tiempos trabajando y viajando, que era lo que le gustaba hacer.

Fue en esa época que llegaba a comer a la casa todos los miércoles, cuando fungía como socio-director de ventas en una fábrica de aspersores y sinfonolas, productos que regaba por todo México y Centroamérica.

No recuerdo jamás haberlo visto enfermo o quejarse de nada. Pero hasta un hombre como él se doblegó con los años: la mala circulación le propinó cierta demencia senil (¿Hoy se llamaría Alzheimer, tal vez?) de la que nunca se recuperó.

Una de mis tías lo acogió algún tiempo en su casa de San Francisco del Rincón, Guanajuato, a donde lo visité con mi hija Enid, quien todavía alcanzó a conocerlo poco antes de que él muriera.

Considero que el abuelo se nos fue muy joven, a los setenta y tantos. Como todo joven, tenía mucho de qué asombrarse todavía.

jueves, 3 de marzo de 2011

MORENAZI

¿Morena? El nacional socialista López Obrador vuelve a la carga para dividirnos otra vez a los mexicanos, ahora con un discurso de índole racial, sutilmente disfrazado como un asunto de dignidad o de orgullo, identificando a enemigos y traidores a los que hay que eliminar, y presentándose él mismo y a su movimiento como “salvadores”.

López maneja tanto el lenguaje como los símbolos del inconsciente colectivo a la manera de Hitler, moviendo emociones que pudieran generar enfrentamientos absurdos entre los mexicanos. Y como pasó con Hitler, su propuesta de “regeneración” tiene el riesgo de acabar en exterminio.

Ojalá los perredistas perciban lo delicado de esta situación, y se decidan a hacer a un lado a este nefasto líder que merece el mismo destino de ridículo y olvido que se ganó a pulso el hoy abandonado Marcos.