Por las mañanas una fina capa de hielo cubría el patio de cemento de nuestra escuela.
Después de escuchar las palabras que el Director nos dirigía desde el micrófono, entrábamos en hileras, temblando de frío, a la relativa tibieza de nuestros salones.
Quizá mi memoria es la que llega tarde, pero recuerdo al maestro Adrián entrando cuando nosotros llevábamos algunos minutos ya sentados y aquello era un periquerío. Éramos alrededor de treinta en ese grupo de sexto año, todos hombres.
Disminuía el vocerío y el profe, con toda parsimonia nos saludaba, “buenos días, muchachos”, mientras ponía sobre el escritorio su portafolios de cuero color marrón y se quitaba el sombrero de estilo Eliot Ness.
Fornido, regordeto, con anteojos de marco grueso y cristales verdosos, Adrián tendría unos sesenta años y el cabello canoso. Su piel era rojiza, un “güero” acamaronado.
Nos observaba esperando a que todos guardáramos silencio. Luego miraba hacia las ventanas, asegurándose de que ya no hubiese nadie caminando por los pasillos, mucho menos el Director u otro profesor. Acto seguido abría su portafolios y de la bolsa interior del saco desenfundaba su pistola.
Una pistola escuadra enorme, de esas rectangulares, posiblemente una cuarenta y cinco.
La descargaba de manera profesional, con cuidado, apuntando al techo, guardando las balas en algún compartimiento del portafolios y al terminar, la pistola misma.
En varias ocasiones nos contó la razón de llevarla consigo: había sido asaltado alguna vez; decidió entonces tramitar un permiso de portación, y compró la pistola.
Supongo que era solo una excusa más o menos creíble para justificarse ante nosotros, porque la pavorosa “fusca”, aún sin que yo supiera mucho de armas a mis doce años, no se veía para nada como un artículo de defensa para uso doméstico.
Él nos platicaba que ya la había utilizado una vez y que lamentaba haber matado al ladrón, quien dejó un rastro de sangre desde el patio de su casa hasta la banqueta donde finalmente falleció.
En nuestro salón el más ojete, el buscapleitos, el indisciplinado, era Urroz. Hoy le llamaríamos un bully, pero en aquel entonces era solo un grandote al que sentaban hasta atrás y al que todos preferíamos evitar porque cuando no te jalaba de los pelos, prendía un encendedor debajo de tu asiento de lámina, para calentarlo hasta que te levantaras desconcertado.
Una de esas mañanas, ya con el arma descargada, Adrián la apuntó hacia Urroz. “¡Urroz, Urroz! ¿Te vas a portar bien hoy?” Éste comenzó a exclamar “¡No, profe, no profe!” moviendo la cabeza y retorciendo el cuerpo para un lado y para el otro, mientras todos festejábamos con júbilo.
Justo es decir que éramos cómplices del maestro Adrián. Nadie, ni siquiera Urroz, que tomó el asunto como una pesada broma que él mismo hubiese hecho, habría ido de chismoso a la Dirección para denunciarlo.
Es más, en no pocas ocasiones le “echamos aguas” asomándonos a las ventanas para que no lo descubrieran mientras él ejecutaba el ritual de la descarga. Demasiado interesante y divertido como para ir de rajones.
Pero si a algo había que estar atentos, alumnos y maestro, era al interfono. Cada salón contaba con uno colocado en la pared, arriba del pizarrón. Sabíamos que desde la Dirección nos escuchaban, pues al aparato de repente se le prendía un pequeño foco que duraba encendido varios minutos.
Además de las funciones de monitoreo, el interfono servía para solicitar ocasionalmente que un alumno se presentara en la Dirección, o bien para transmitir a los maestros algún mensaje; por ejemplo, que se terminara la clase más temprano para unirnos a alguna ceremonia.
No solo el foquito delataba al Director espía, también de pronto el dispositivo hacía zumbidos o tronidos: nadie estaba seguro que no hubiera estado escuchándonos.
Luego de intercambiar algunas palabras por el aparato con el maestro Adrián, el Director siempre finalizaba diciendo “gracias”. Adrián, de tres cuartos, con expresión mordaz, miraba hacia el interfono y hacia nosotros, que habíamos estado expectantes mientras duraba la conversación, aguardaba a que se apagara el foquito para añadir: “las que te adornan”. Y estallábamos en risas.
Adrián, además de ser maestro de sexto año y tener la capacidad para enseñarnos todas las materias con los libros oficiales y algunos adicionales —la nuestra era una escuela particular—, era un músico consumado. Los viernes de cada semana llevaba al salón un instrumento. Decía ejecutar hasta veinte leyendo la partitura respectiva. El acordeón era su favorito y lo tocaba con destreza; pero a veces también llevaba un clarinete o una flauta. Sí, en ese portafolio.
Él nos enseñó varias canciones. Recuerdo hasta hoy algunos versos en italiano de “Santa Lucía”:
Sul mare luccica, l’astro d’argento,
placida è l'onda, prospero è il vento.
Venite all'agile barchetta mia,
Santa Lucia, Santa Lucia…
Y hoy que los transcribo cotejando la ortografía original en el buscador en internet, encuentro que fueron escritos por Enrico Caruso, el tenor italiano. Un dato que seguramente nos dio el profesor, pero que yo olvidé.
Y sí, Adrián hablaba italiano, además de inglés, francés ¡y latín! Cómo me dolió que justo al ingresar yo a sexto año, la escuela eliminara la materia de latín que impartía con miras a que algunos alumnos eventualmente optaran por el sacerdocio. Ni la religión ni el celibato fueron nunca lo mío, pero sí la curiosidad por las palabras. Por fortuna el maestro con frecuencia se expresaba con latinismos cuyo significado después nos explicaba.
Ignoro qué haya sido de él, muy querido de todos los que fuimos sus alumnos; pero esa generación, en esa escuela donde cursé hasta la secundaria, tuvo profesores extraordinarios y talentosos, algunos excéntricos como Adrián, pero que nos dejaron, aparte de los conocimientos y las anécdotas, huellas de talento y buen humor.
Hace tiempo que debía haber escrito estas breves líneas en memoria de Adrián, y hoy que es el Día del Maestro algo me dice que debo descargarlas frente a todos ustedes.