sábado, 15 de abril de 2023

Mircea Cărtărescu

Llegar hasta la librería McNally Jackson en el Seaport de Manhattan fue un triunfo. Desde hacía meses me había registrado para la plática de este escritor rumano, aparentemente mi nombre estaba en una lista de invitados y no quería perder una de las oportunidades que con frecuencia tenemos quienes vivimos aquí: ver de cerca a uno de los forjadores del mundo contemporáneo, pues tarde o temprano pasan por Nueva York.

Alguien se había dejado caer a las vías o algo así, pues desde que abordé el tren en la calle 28 hubo retrasos que se justificaban por el altavoz del vagón diciéndonos que se estaban atendiendo las injuries (¿un herido?, ¿cómo?) de un pasajero en la estación Chambers, y luego llegando a Chambers, las de alguien en la estación Hoyt. El caso es que éramos transportados a paso de tortuga cuando dieron las 7 pm adentro del vagón. 

Llegué a Fulton Street y a McNally ya pasados unos quince minutos después de la hora. En la caja, un barbón al que he visto antes, quizá en la misma librería en Soho, con paciencia nos fue dirigiendo al piso de arriba. Al subir, una persona de bigote y falda me preguntó si venía a la presentación de Mircea, le dije que sí y fue lo único que necesité. Mi reservación, el RSVP, mi nombre en la lista de alguna tablet fueron obviados.

Ya había aproximadamente cien personas sentadas en cien sillas, ninguna disponible. Me desplacé por detrás hasta alcanzar la vista frontal de un pequeño foro con dos sillones altos forrados en piel, que seguramente recibirían al escritor y a su presentador. Varios profesionales ya tenían preparadas sus cámaras montadas en tripiés. Hacía mucho calor afuera y adentro, había varios ventiladores dispuestos en el interior. 

Entre las personas que estaban enfrente del foro, a unos metros de donde yo me anclé de pie recargado contra un anaquel, reconocí al atildado director del Instituto Cultural Rumano en Nueva York, vestido muy a la europea con traje y corbata entallados, anteojos de pasta obscura. Él abrió la noche detallando el periplo que desde hacía algunos días había realizado junto con el escritor y su familia (éste venía acompañado por al menos su esposa y una pequeña tropa; todos sentados al frente en lugares reservados, todos de facciones similares).

El tour estadounidense de Mircea Cărtărescu (El nombre se pronuncia como "Mirchia", en español) había iniciado varios días antes en la legendaria City Lights de San Francisco para seguir de ahí a Seattle, a Houston y a Dallas, hasta finalmente llegar a Nueva York esa noche.

A mi edad ya no me ocurre esperar que las celebridades sean de estatura mayor que uno. Ahí estaba a unos metros de mí el escritor recién premiado en la FIL de Guadalajara, de estatura media y complexión robusta, cabello abundante y largo como el de un príncipe retratado en el Renacimiento, vestido con pantalón negro y una sudadera delgada de manga larga.



Venía promocionando su reciente novela "Solenoid", traducida al inglés, varios de sus ejemplares ya en manos de la audiencia. Pregunté a un encargado y me comentó que ya no tenían ninguno, así que mi llegada tarde tuvo un inconveniente extra.

Ya sentados Cărtărescu y su presentador --un culto periodista neoyorkino que tuvo la virtud de ser lo menos invasivo posible con sus apuntes y preguntas--, el escritor desplegó sus habilidades de comunicación que por lo visto no se limitan a la escritura, pues se adueñó de la noche con una conversación encantadora y sabia en su inglés con acento de Europa del Este.

Su niñez la vivió bajo el régimen dictatorial de una Rumania en ruinas, sin salir nunca de su barrio. Conoció el centro de Bucarest hasta más tarde y se asombró de los edificios y del esplendor decadente de sus plazas.

Para él incluso hasta el presente le son más interesantes las construcciones abandonadas, las ruinas, el misterio y las historias que existen detrás de cada ventana o puerta rota, en cada objeto escarbado o encontrado, porque así vivió: rodeado de la belleza inquisitiva que no le ofrece ningún rascacielos o edificio contemporáneo.

Afirma que Bucarest (punto de referencia en sus novelas) solo existe para él como escritor y que ninguna descripción literaria hace justicia a ninguna ciudad, todas son imaginarias. A lo largo de su vida ha visitado otras como Dublín, por ejemplo, sin encontrar en ella nada de Joyce. Y así le ha sucedido con todas las que ha visitado descritas por otros tantos escritores.

Aparte de Bucarest, la primera capital importante a la que viajó en cuanto tuvo oportunidad de hacerlo fue precisamente Nueva York en 1999, y comentó que le ocasionó un fuerte shock la libertad con la que se vivía aquí. Por cierto, en algún punto de su plática Cărtărescu tuvo la gentileza de referirse a "América" como continente, aclarando de paso la diferencia respecto a la "América" de los estadounidenses.

Para él la literatura universal es una catedral que ha estado construyéndose a lo largo de siglos por una especie de cofradía cuyos integrantes saben distinguir --y honrar-- muy bien las capacidades de cada uno de los cofrades, más allá de la opinión de los críticos.

Hay quienes han construido los altos muros como Dostoyevski, Balzac o Borges, pero además todas las catedrales requieren de estatuas, altares y pinturas. Es ahí donde entran los poetas y los novelistas artífices de la belleza como Salinger, García Márquez y toda una serie de personajes cuyas obras ennoblecen los interiores del formidable edificio.

Reconoce a Thomas Pynchon y a Vargas Llosa como los dos grandes escritores todavía vivos que han contribuido a elevar los muros de esa catedral imaginaria. (A mí me llenó de gusto escuchar eso y me gusta más imaginar el coraje de los detractores recientes y no tan gratuitos del peruano, además de evocarme una noche en la Americas Society de Nueva York, escuchando al premio Nobel latinoamericano dando su charla en un desenfadado inglés cargado de acento "latino", donde me di cuenta que era posible y aceptable para un escritor no nativo de la lengua inglesa expresarse así, tan bien y también.) 

Kafka es el "héroe" literario de Cărtărescu y nos refirió que a partir de él tomó la costumbre, desde hace cincuenta años, de escribir un diario donde incluye sus sueños y algunas ideas. De hecho, nos dijo, en el caso de Kafka, absolutamente todo lo que escribió, incluyendo sus más famosos relatos, sus cartas, sueños, ideas, ideas truncas, diferentes versiones, etcétera, lo hizo en línea recta escribiendo un solo diario aunque en sucesivos cuadernos, uno tras otro.

Dijo que lo mismo que las ciudades, el Kafka del rumano es el que él imagina, es solamente suyo y todos vamos a tener el nuestro.

Habló también de los malos escritores e hizo un elogio de éstos, lo que voy a citar de memoria más o menos así: "un buen escritor no tiene qué demostrarlo, es natural para él escribir de esa manera y hay una especie de consenso alrededor de él, todos saben que es bueno, lo notan, y a ese escritor se le facilitan las cosas. En cambio el mal escritor no se da cuenta que es malo, está convencido de su arte, se esfuerza inútilmente, muere en ese intento y ello es conmovedor porque su convicción es todavía mayor que la del buen escritor".

En su nueva novela, Mircea Cărtărescu rinde homenaje a los escritores malogrados a través de un personaje, un alter ego al cual sublima y que lo llevó inesperadamente a escribir --paradójicamente, él supone-- una buena novela con algo muy fuera de lo planeado por él en un principio.

En fin, fue una noche al calor de las ideas, pues como sucede con la mayoría de las personas inteligentes que han alcanzado altos niveles por sus obras y la sabiduría desplegada en ellas, las palabras de Mircea Cărtărescu no tuvieron desperdicio, y al final hubo cuatro o cinco preguntas de los asistentes. Yo me revolvía entre preguntarle por las traducciones de sus obras al español o su (creo que previsible) postura ante la invasión de Ucrania --me parecían demasiado descorteses cualquiera de esas alternativas--, cuando todo terminó. 

La noche para mí culminó media hora después, en el bar irlandés de un ruinoso pero digno edificio situado a unas cuadras de la librería, muy cerca de los antiguos baños turcos subterráneos con privados de Manhattan, muy cerca del faro-monumento al Titanic erigido en 1913, saboreando una cerveza, conectando los puntos.