domingo, 2 de febrero de 2014

UN CUENTO


LLAMANDO A JUAN


Nada me alegraba más que el amoroso tacto del amanuense sobre mi piel, el gustoso brillo en la mirada con que me abría en las perfumadas tardes del Colegio.


Juan Güemes fue quien me dio la vida, o como quiera que esto se llame. "Esto" no significa que respire o que coma, que crezca o que padezca enfermedades como los seres humanos. Es muy simple: tengo conciencia de mí, del transcurrir del tiempo y con eso ha sido suficiente.

Tengo -si se quiere- el equivalente a órganos y tejidos, a venas y arterias, un cuerpo complejo y sensible que palpita de significados, una especie de mapa o carretera por la cual transita de manera permanente el pensamiento que me forma.

Como cualquiera en este mundo que compartimos, he acumulado recuerdos y experiencias. Mi primera impresión fue algo borrosa, distante como una película desenfocada y amarillenta, pero contundente: las vigas en el techo del scriptorium del Colegio Imperial de la Santa Cruz en Tlatelolco, que con sus paralelismos y perspectivas, entretejieron de inmediato una feliz música sobre mis líneas.

Con paciencia y bajo las instrucciones del fraile Bernardino, fue Juan quien inauguró esa luz para mí: guardo muy bien el reflejo acerino de sus ojos, clavado en los laberintos que él fue dibujando con sus hábiles manos tlaxcaltecas.

La vida que fluye por mis surcos viene de lejos: heredera de viajes y de batallas, de amoríos y desencuentros, de poderes y traiciones; es Historia que brota en torrentes por cada uno de mis signos.

¡Cómo amé las tardes áureas colándose por la ventana que daba al Jardín de las Palomas! De éste llegaba en los veranos un vientecillo cálido que impregnó de esencias mi superficie.

En invierno los colores cambiaban por los azules de un humo de ocote, cuyo aroma todavía conservo en una leve pátina molecular.   

Al anochecer, la soledad de mi caja resonaba con las vibraciones profundas del Officium Divinum, que a fuerza de entonarse a diario acabó por dejar una gran impronta en mi estructura.

Llegó para Juan, sin embargo, el término natural que tiene toda vida humana por la circunstancia que sea. Fue el cocoliztli, la peste bubónica, la que acabó con él, no sin antes llenarlo de ámpulas y de flemas.

Fui olvidado a partir de un día de gritos y de rezos frenéticos; de fiebres, vómitos y convulsiones. Sobre mí quedó como constancia el trazo tembloroso del pulso enfermo de Juan, evidenciado por algunas incoherencias o distracciones, que no tengo más remedio que justificar.

Pasaron muchos años, y nuevas luces y siglos se abrieron para mí. Debo señalar que en general fui tratado con respeto; aunque hubo, no obstante, algunos exabruptos, ciertas situaciones indecorosas que no detallaré.

Ahora estoy en esta página. Para ti sólo un entramado de tinta o de fotones; sin embargo tú nutres la savia que me constituye.

A partir de hoy llevarás la indeleble marca del escriba: uno más de los que habito, el vehículo humano que me ha permitido llegar hasta aquí. Guardado estoy en la caja de tu memoria.

Una palabra, un sólo trazo bastará para alumbrarme de nuevo, pues sigo tan presente como cuando Juan Güemes me concibió.

Aguardaré escondido entre circunvoluciones y redes neuronales para evocar, una madrugada cualquiera -entre un repentino olor a ocote y los febriles estertores de una extraña enfermedad- la resonancia de tu nombre cuando seas llamado a maitines.