viernes, 1 de mayo de 2009

CURRICANEANDO EN EL CHUMPÁN




Cuando viajas por la carretera que va de Emiliano Zapata, Tabasco, hacia el río Chumpán, en Campeche, se van cruzando por el camino algunos compañeros de paisaje. Por ejemplo los guaraguao, aves combinación de águila con buitre que acechan desde los árboles a la orilla de las carreteras, para alimentarse de los despojos de cualquier animal que pudiera ser atropellado.

Su menú consiste en tejones, mapaches, liebres, iguanas, tepezcuintles, zorrillos, coyotes, puercoespines, e incluso aves como los tapacaminos, pájaros singulares que acostumbran no moverse de su sitio aunque el mundo les pase por encima con todo y llantas.

No se piense que uno va alegre por ahí, masacrando especímenes como los que he mencionado. Sin embargo es inevitable que cada tantos kilómetros de pavimento se encuentren los restos diseminados de cualquiera de ellos.

Amanece y el sol apenas comienza a levantarse en medio de la bruma que convierte de ensueño el paisaje horizontal salpicado de árboles y de palmeras.

De forma equivocada, los campesinos han desmontado sus selváticas parcelas mediante la quema, -hectáreas enteras-, para dar paso a los pastos que en los meses siguientes alimentarán a un ganado que para estas fechas se está muriendo ante nuestros ojos por la sequía.

Las pieles y cornamentas abandonadas, los animales moribundos, se cuentan por decenas a la orilla de la carretera, desde que salimos de Zapata. Las zonas de potrero presentan en su mayoría un color dorado y la lluvia no llega. Hay quienes tienen pozo, riego o tecnología y mantienen extensiones verdes bien cultivadas. Irónicamente, junto a los alambrados que preservan estos ranchos hay gran cantidad de reses muertas.

Al llegar a nuestro destino, un pueblo situado debajo de un puente junto al río, subimos a una lancha las hieleras, las provisiones y las cañas. El río tendrá en su parte más ancha unos dos kilómetros de orilla a orilla. Pero el ancho promedio es de unos trescientos metros. El Chumpán desemboca cincuenta kilómetros abajo, en la Laguna de Términos.

La orilla está bordeada de mangles blancos casi en su totalidad; éstos hunden sus raíces en el fango, proporcionando cobijo a gran variedad de animales. Todo es un continuo de follaje verde, palmeras, lirios, plátanos, mangos y árboles de flores, frutos y maderas exóticas.

Desafortunadamente, a pesar de esta explosión vegetal propiciada por el agua, en grandes tramos se puede apreciar que la selva termina a no más allá de unos metros de la orilla, debido a la quema que he descrito.

El tipo y tamaño de los peces que uno encuentra está en función de su proximidad a la orilla y la profundidad del río. A la mitad encontrará uno las especies más grandes, entre ellas los sábalos, peces robustos que sin embargo parecen no ser tan apreciados como alimento en la zona, debido a que su carne tiene gran cantidad de espinas, por lo que generalmente se les cocina desmenuzados, en “minilla”.

Entre el centro y la orilla, uno podrá pescar los robalos, esos sí muy codiciados por su carne limpia y de excelente sabor. Recuerdo haber visitado este mismo lugar hará unos quince años, y la pesca en esos días era abundante y de muy buen tamaño: los robalos que obtuvimos entonces pesaban cuatro o cinco kilos. En esta ocasión hubimos de conformarnos con ejemplares de algo más de 500 gramos.

Andrés, nuestro lanchero, explica que lentamente han ido terminando con la antigua abundancia algunos inconscientes que a pesar de estar prohibido, pescan con grandes redes de malla chica, que se llevan prácticamente todo cuanto encuentran por el río, no dando oportunidad a los ciclos de reproducción natural.

Las mojarras se localizan en lugares frondosos, escondidas entre las raíces de los mangles, donde es posible pescarlas con un sedal de mano y algo de paciencia. Carnada: corazón de res. Aunque suene repulsivo, a las mojarras les encanta esta víscera, y pudimos obtener con ella algunos ejemplares de las variedades Roja y Castarrica; éstas últimas de aspecto atigrado.

También entre las raíces habita una gran cantidad de jaibas, de coloración entre azul y roja, que se alimentan de los desperdicios de los peces, y de los animales muertos. Junto con los bagres, los peces bigotudos que todos conocemos, las jaibas se encargan de mantener la limpieza de los bajos fondos.

El agua aquí, por increíble que parezca, es salada pues por ser temporada de “secas” el mar penetra río adentro los cincuenta kilómetros que mencioné, y aún más. De ahí la profusión de mangles, especie vegetal habituada a la salinidad y que yo ubicaba más bien muy cercana a la costa.

Por motivo de la entrada de mar, los pescadores han avistado en esta temporada algunos tiburones surcando las tranquilas aguas de tierra adentro.

Otro temor: los lagartos. El año pasado hubo una crecida tal que desbordó numerosos pantanos y lagunas interiores que son hábitat natural de los caimanes. Estos reptiles entonces se diseminaron por el río Chumpán, y algunos otros, provocando que en las aldeas situadas en sus orillas, los padres prohíban a sus hijos bañarse sin vigilancia en sus aguas, como lo habían hecho hasta antes de la crecida.

Observamos grupos de cuatro a seis turistas en lanchas confortables, con chaleco fosforescente, toldo y buenos implementos, pasando rápidamente junto a nosotros, haciendo olas, dirigiéndose cada quien a los lugares “secretos” donde todavía es posible capturar buenos ejemplares de pesca.

Por nuestra parte nos dedicamos, con bastante éxito, a “curricanear” desde nuestra modesta lancha: pescar engañando al pez con una cucharilla brillante que va girando o vibrando conforme la embarcación se mueve lentamente y en paralelo a unos metros de la orilla.

Por su voracidad, el robalo se engancha con el anzuelo al confundir el currican con un pequeño animal de colores vivos. Alberto llevó varias cajas llenas de las clases más variadas de curricanes que pueda uno imaginar: de arco iris, con pluma, plateados, dorados, en forma de pez o de insecto; amarillos, rojos, etc. En tres días de pesca los utilizamos todos.

Hacia las doce del día los peces quizá se van a trabajar o a echar la siesta, pues es hora en que ya no pica nada. El sol empieza a calar duro y advertimos que es hora de retirarnos. Regresamos con el motor a toda marcha hacia la aldea. Al llegar, Andrés extrae las vísceras de los pescados con un machete, y ya limpios son cargados en las hieleras y subidos a la camioneta, junto con toda nuestra parafernalia de cañas y anzuelos.

Desmañanados, insolados, cansados, pero contentos, nos dirigirnos hacia la fresca palapa del rancho de Horacio, donde nos esperan unas estupendas puntas de filete a la mexicana. Por cierto que aquí, en Campeche, los filetes suelen ser de venado.