martes, 23 de febrero de 2010

EL SUROESTE NORTEAMERICANO

Aquí lo que sobra es espacio. Días después todavía sientes un mareo semejante al de haber navegado por el mar: el suelo se mueve. No te acostumbras a la falta de amplitud, a haber descubierto en medio de la planicie sin límites una protuberancia que poco a poco fue creciendo hasta convertirse en nevada cordillera.
Poco queda de los antiguos nombres. La historia, en general, se relata de Billy the Kid en adelante. En el Museo del Suroeste, se pasa súbitamente del mapa encargado por un virrey, a la historia de la fiebre del oro. Apenas de pasada el recuerdo de lo que alguna vez fue parte del imperio español, lleno de poblados y misiones con nombres pintorescos.
Aquí no hubo guerra contra México, ni compra de territorio, ni nada: siempre hemos sido norteamericanos, punto.
¿Roswell habrá sido en algún momento Santa María? ¿Pecos se inició como La Villa? No lo sabemos. Vestigios quedan, pero el orgullo esta vez es por lo norteamericanamente puro: el republicanismo exaltado en las banderas que están por todos lados, la devoción por la milicia, las iglesias que se anuncian como restaurantes por el camino, la extracción personal de petróleo a todo lo que da.
Al regreso, sin embargo, queda la sensación de orden, de pulcritud, de civilidad, de autoestima, así como el gran respeto por los otros que mucha falta nos hace en México, y que estamos muy lejos todavía de replicar.