martes, 8 de abril de 2014

CUENTO: Conducta inapropiada


CONDUCTA INAPROPIADA

- How much time? '¿Cuánto falta?', preguntó en inglés el árabe alto y sonrosado que había contactado a José en la cenaduría La Última y Nos Vamos de Nogales, México.

- We are almost there, 'ya casi llegamos', le contestó también en inglés José, nativo de Sonora y pollero profesional.

Todavía era de noche. La última vez que José utilizó esa vereda apenas insinuada sobre la tierra fue un par de años antes, cuando le facilitó el sueño americano a una parvada de chinos inexpresivos.

Para José, los blanquitos solitarios que pagaban por cruzar ilegalmente desde México hacia el Norte siempre eran malosos, pero no era su chamba averiguar sus antecedentes. El güero no entendía ni madres de español, aunque hablaba un inglés casi perfecto.

Los dos habían caminado esa mañana por la ruidosa calle principal de Nogales hasta el HSBC, donde el extranjero depositó en ventanilla el pago complementario por el servicio contratado en la Ciudad de México. 

Ya pardeando, José pasó al destartalado hotel ubicado tres calles antes que la ciudad terminara -o que el desierto comenzara- en un súbito y colorido basurero de huesos, mezquites y cactáceas, para recoger al árabe que lo esperaba vestido con la ropa necesaria para la jornada.

- My friend! exclamó Terry, -así dijo llamarse el güero-, al ver llegar a José en su troca. Éste le pidió que pusiese su mochila en la parte de atrás, en la caja, a lo que Terry se negó con ademanes, subiéndose con ella en la cabina.

José pensó que su cliente podría ir más cómodo sin la mochila en los pies, pues el camino hasta el rancho de La Viuda todavía era largo; aunque no había razón para alegar: fuera uno a saber qué llevaba el extranjero en ese paquete. Se encaminaron por la carretera, desviándose kilómetros adelante entre sembradíos cubiertos de plástico, como naves blancas posadas sobre el desierto. Nada más pasarlos se enfilaron por una brecha.

En ese trabajo se imponía hablar lo menos posible. Dicha regla había permitido a José llevársela tranquila en más de treinta años de operar: cada mes, su único contacto en la Ciudad de México le enviaba clientes -personas o grupos pequeños- dispuestos a correr el riesgo de cruzar hacia los Estados Unidos por La Línea.

La Línea era el término abstracto con que la gente se refería a la red confidencial de veredas y propiedades privadas, que garantizaban a cualquiera que pudiera pagarlo, el acceso seguro a suelo norteamericano, a más de cien millas después de la frontera. 

Muy pocos eran los iniciados, -gente probada y discreta- que tenían verdadero acceso a ese cruce de caminos y complicidades binacionales. José era uno de ellos.

Gracias a eso, gozaba de cierta prosperidad. Era propietario de la troca en que ahora viajaban, de un auto deportivo y una minivan, aparte de dos casas del lado mexicano. Los fines de semana libres se iba a pescar tilapias a la cabaña que tenía en La Angostura, casi siempre bien acompañado mientras esperaba el mensaje con los detalles de la siguiente cita. 

Esto último, lo de la pesca, José lo soltó sin querer al árabe, tal vez hablando para sí; quizás no, agobiado por la monótona aridez del paisaje nocturno y por el ronroneo continuo de la camioneta, que le provocaban una modorra intolerable a pesar de su experiencia.

Era una semana ideal pues estaban en luna nueva, explicó a Terry. Y no había de qué preocuparse, pues aún con las nuevas tecnologías, para la border patrol era difícil distinguir entre personas, animales o vehículos; menos aún entre habitantes locales o inmigrantes ilegales. Además, la migra no disponía de agentes para cubrir tanto terreno. 

Hasta hacía diez años, -continuó José- anualmente entraba medio millón de personas de manera ilegal a los Estados Unidos por la frontera con México. Para el año pasado, ya sólo cincuenta mil pudieron hacerlo. Los encarcelamientos y las deportaciones diarias alcanzaban récord, y la cuota mortal por evadir la ley iba en ascenso. Eso hacía indispensables los servicios de personas como José y su socio. 

Terry consultó su enorme cronómetro de pulsera y solicitó al guía detenerse, interrumpiéndolo en el recuento de sus estadísticas. 

-Going to the toilet? It's all yours! '¿Quieres ir al baño? ¡Es todo tuyo!', exclamó José, que sonrió comprensivo mientras detenía el vehículo a la mitad de la nada negra, señalando con un amplio ademán la inmensidad frente a ellos. El extranjero sacó una lámpara, se apeó con todo y mochila, y se disolvió poco después en la obscuridad. 

El guía prendió la radio, sintonizando una estación de Movimiento Alterado que transmitía desde Calexico. La música llenó la noche de estrofas que inmortalizaban hazañas transgresoras. Desafíos a la autoridad sin importar bandera, que hermanaban a los ilegales de ambos lados.

Luego de un rato José se inquietó, pues Terry no regresaba. Apagó la radio, tomó su linterna y se bajó. Comenzaba a enfriar. Tenían tiempo, pero había qué aprovechar muy bien la noche. Se dirigió hacia donde el extranjero se había difuminado dentro del aire espeso. No había más que un asomo de penumbra.

A varios metros distinguió la silueta del güero, arrodillado, vestido con una bata blanca y haciendo inclinaciones repetitivas acompañadas de un murmullo continuo. 

Terry, como algunos a los que José había ayudado a cruzar, practicaba una religión extraña cuyas expresiones había atestiguado ocasionalmente. Rezaban a horas precisas, se enjuagaban el cuerpo, extendían un tapete para las rodillas. Hasta su Biblia estaba escrita en un lenguaje distinto.

Respetuoso, José regresó a la camioneta a esperar. Consultó mapas que sacó de la guantera.      

Cuando reanudaron la marcha, en la intimidad que la noche otorga, de manera espontánea, y tal vez correspondiendo en algo a la inicial locuacidad del pollero, también Terry soltó algo de su historia: provenía de un país de la Península Arábiga cuyo nombre no entendió bien José, al ser pronunciado con demasiada rapidez en el idioma original. 

Contó de su pueblo asediado violentamente por una guerra (tampoco aquí entendió muy bien José; ahora, quiénes eran los enemigos: Terry habló de guerrilleros, invasores, un dictador, milicias internacionales). Le platicó de un relámpago, la explosión que se llevó a todos en su casa, exceptuándolo a él. Y del hospital en donde le salvaron el pulmón, y el brazo izquierdo que colgaba apenas de unos tendones. 

A la tenue luz interior de la camioneta, el árabe le mostró la enorme cicatriz en su espalda, un escalón de carne en forma de luna creciente. Según Terry, representaba un testimonio de su fe: dios había dibujado en su cuerpo la señal de una misión.

Cuando Terry salió del hospital meses después, ya no encontró ni las ruinas de su casa: junto con varias más había sido allanada hasta el suelo, y su lugar lo ocupaba un campamento administrativo del ejército norteamericano.

De su única hermana estaba avergonzado. Durante la guerra, ella estudiaba la universidad en un país vecino. Pero su última, humillante noticia, era una fotografía en un prostíbulo de Nueva York. ¿Podría llamarse de otro modo aquel lugar en los Estados Unidos, atestado de mujeres que bebían alcohol ofreciendo sus senos a la cámara, a la mirada pecaminosa de los hombres? 

Para aligerar el silencio incómodo que siguió, José señaló al fondo de la brecha iluminada los ojos fosforescentes, hipnotizados, de algunos venados que cruzaban por aquellas soledades calentando el cuerpo. 

Y después, motivado por una empatía de coincidencias dolorosas, empezó a confiar a Terry algunas situaciones que también menguaban su ánimo, como estacas de ira clavadas en sus recuerdos.

La repentina muerte de su hermano Anselmo, a manos de un policía fronterizo que disparó desde el lado norteamericano, cuando Selmo salía eufórico de una fiesta, era algo que llevaría siempre como un trapo atravesado en la boca del estómago. 

El guardia se habría sentido amenazado por los gritos de Anselmo. O habría querido conciliar el sueño y disparó al aire pidiendo silencio. Con intención o sin ella, segó la vida hasta entonces dedicada a vender muebles para pagar la colegiatura de José. La conducta inapropiada del policía fue castigada reasignándolo a la frontera con Canadá.  

Otra de sus penas, contó José al güero, era la desaparición de su prima Elisa, quien hasta hacía un par de años trabajó en una maquiladora de aparatos electrónicos a cuarenta y cinco minutos de Nogales. 

Los que la vieron por última vez esperando el transporte urbano a la vuelta de su casa todavía de madrugada, coincidieron luego de confrontar los interrogatorios, en la presencia sospechosa de un jeep con placas de Arizona que fue rastreado hasta una base estadounidense, donde las investigaciones de la policía mexicana toparon con la indiferencia de los mandos militares.

A la incógnita de la desaparición -probable muerte- de su prima, José agregó un pormenorizado recuento de vejaciones habituales, agravios y deportaciones de una multitud de parientes y conocidos suyos por cuenta de los norteamericanos, ya fuese por ley o por pura discriminación.

Terry murmuraba algo entre dientes: parecía compartir con José el rencor provocado por tanta pinche injusticia.

Pasaban unas hileras de árboles chaparros cuando llegaron a La Viuda.

Iluminado por los faros, un peón salió de la nada para levantar el falsete de varas y alambre de púas que constituía la entrada al rancho. José saludó con una inclinación de la cabeza al pasar con la camioneta frente al encargado.

José y Terry, todavía rumiando en silencio sus historias, continuaron por algunos kilómetros más de brecha, antes de llegar a la base de un cerro donde estacionaron el vehículo debajo de una improvisada techumbre de ramas de huizache. Por la mañana y gracias también a la sombra del monte, se camuflaría cualquier destello metálico.

El plan consistía en caminar toda la noche hasta una colina, para ser recogidos casi al amanecer por otro vehículo que los llevaría por una serie de terracerías dentro de ranchos particulares en Arizona, hasta la casa donde Terry podría descansar y comer antes de salir en automóvil como un integrante más de una familia que se despediría de él frente al City Hall de Phoenix. Fin del servicio.

Para el migrante improvisado, internarse a cualquier hora o época en el desierto por esa zona significaba una virtual sentencia de muerte. Para un guía profesional como José, caminar en la obscuridad por las decenas de veredas entre cerros y espinos, lejos de las torres de vigilancia y de las zonas de patrullaje, constituía un placer que rayaba en lo animal.

Con sentidos tan desarrollados como su instinto, José distinguía en el aire, por el menor sonido u aroma, entre zorrillo o mapache, lechuza o faisán, pollo o migra

Caminaba por delante, con una lámpara minúscula adosada a la cachucha. Para él era inevitable, mientras avanzaba, pensar en tanta muerte inútil reducida a una prosaica cuestión monetaria: miles de vidas se hubiesen salvado con haber llevado unas baterías, ropa térmica o las botas adecuadas que ellos calzaban. Además del indispensable GPS.

Un súbito hedor a jabalí completó la información electrónica. José indicó a Terry la dirección correcta en la que debían desplazarse, siguiendo entre matorrales y peñascos el curso semioculto de aquellos animales vagabundos. El árabe no mostraba dificultad o cansancio alguno. Era notorio su entrenamiento.

A su hora, el musulmán pidió de nuevo hacer un alto para sus oraciones, apartándose de manera discreta para realizarlas. Bajo la inmensidad estrellada que se fundía con la llanura en un todo, esta vez José prestó mayor atención a los rezos, escuchando la sonoridad ancestral del idioma del Profeta perdiéndose en la dirección en la que el sol perfilaría las montañas en las siguientes horas. 

- How much time?  '¿Cuánto falta?'

- We are almost there.  'Ya casi llegamos'.

José se paró sobre una roca, observando atento por los binoculares. No era necesario, pero pidió silencio al árabe, y ahuecó su oreja durante algunos segundos. Después, levantó un brazo comenzando a hacer señales intermitentes con la lámpara, dirigidas hacia algún lugar en la negrura.

-They're coming, they're coming!  '¡Ya vienen, ya vienen!', le dijo al árabe. 

Hizo algunos ademanes, alzando un poco la voz, con gritos soterrados:

- Hey, I'm here! I'm here!   '¡Aquí estoy, aquí estoy!'

A lo lejos, un par de faros parpadearon en respuesta.

Habían logrado pasar sin problemas la arbitraria línea fronteriza. 

Ok, man, that's it. They will pick us up in their van, and we'll take some rest and enjoy a breakfast. Please hold the lamp and guide them while I make poop. 

'Bien, ya estuvo. Nos recogerán en su camioneta y luego descansaremos y disfrutaremos de un desayuno. Sostén por favor la lámpara y guíalos con ella mientras hago del dos', le dijo a Terry. 

Terry tomó la linterna y empezó a balancearla con el brazo en alto como en un concierto musical, observando con fijeza las ondulantes luces que se acercaban por la brecha, acompañadas de un zumbido que crecía en intensidad.

Mientras Terry balanceaba la linterna, al otro lado de la colina José corría fuera del alcance de los soldados de la base que se acercaban en el jeep, sin terminar de decidir muy bien por qué lo hizo. 

Sería porque le cagaban los evangelistas. O para que una muchacha desconocida pudiera divertirse a sus anchas en una disco de Nueva York. Tal vez por no dejar pasar a un terrorista que le hiciera más difícil el negocio. 


Podría ser eso último. Qué fastidio. Se estaba poniendo viejo.

miércoles, 2 de abril de 2014

Poesía: Bandhavgarh


BANDHAVGARH

Un tigre acecha entre líneas
y consulta la hora a pie de página.
Sus colmillos asoman por el separador.
Tiene hambre y espera un descuido:
el momento en que tú des la espalda
o caigas vencid@ por el sueño;
entonces la bestia comerá entrañas calientes toda la noche.

Al despertar asustad@ cerrarás el libro,
las fauces devoraban
la blanda carne de tu estómago
mientras tú, ignorante
soñabas con Madhya Pradesh,*
árboles de teca y frondas de bambú
bamboléandose sobre una piel tiznada,
añadiendo rayas a lo inexplicablemente mortífero
de este poema.

*Madhya Pradesh: Estado de India central que aloja varios Parques Nacionales, entre ellos Bandhavgarh, donde se preserva el tigre de Bengala. Es medianoche.