Hace
treinta años, cuando Den Xiaoping tomó el liderazgo de China tras la muerte de
Mao, ideó el concepto de "economía socialista de mercado", y derogó
más de 400 leyes que impedían o penalizaban el libre intercambio de bienes y
servicios.
A
partir de eso, elaboró un plan piloto de aplicación regional de sus
reformas, que implicaban cambios en la vida de las personas y comunidades
acostumbradas a depender enteramente del gobierno central.
En no
más de algunos meses, el ambicioso experimento de Den Xiaoping se extendió a todo el
territorio chino, lo que llevó al país a terminar con la pobreza extrema en una
década, para luego colocarlo en la antesala de constituirse como el más poderoso
del mundo, con una floreciente población de clase media que se incrementa
exponencialmente cada año.
Al día
de hoy, viajar por China es asombrarse por la calidad y lo ordenado de sus limpias
carreteras adornadas con camellones floridos a lo largo de kilómetros y kilómetros; por sus vías acuáticas
perfectamente encajonadas y limpias; por sus miles y miles de edificios,
puentes y distribuidores viales de diseño ultramoderno hasta lo chocante; por la
señalización con caracteres chinos y occidentales, traducida al inglés hasta en
los poblados más alejados o modestos; por la profusión de tiendas con artículos
de buen diseño chino, así como por las enormes sucursales del capitalismo y del
exceso tipo Mc Donalds, Dior o Mercedes Benz que hay en todas partes, -pero
sólo aquí en esas cantidades y tamaños-, atestadas de clientela comprando.
No
obstante lo gigantesco del territorio, la población ha sido trasladada del
campo hacia conglomerados que por sus dimensiones y arreglo desafían el concepto
convencional de una ciudad. Un ejemplo es Chunking, ubicada a orillas del río
Yangtzé, con 30 millones de habitantes: se puede navegar durante dos días seguidos
en barco y pasar por debajo de treinta puentes como los de Nueva York o San
Francisco antes de salir de su límite urbano.
No nos
engañemos: la China milenaria, la de los programas de televisión como Kung Fú o
la de las películas como El Último Emperador; el reino mágico de los poetas,
los dragones y las princesas, la de los gongs y los personajes de trenza enfundados
en trajes amarillos, aquella de los Viajes de Marco Polo; la de los artesanos y
la de los sabios calígrafos, la de pagodas pintadas de rojo con techos dorados,
la de la Gran Muralla -en realidad fueron Murallas-, fue arrasada con el
advenimiento del comunismo, y todos sus emblemas sistemáticamente eliminados en
los largos años de la dictadura de Mao, en aras de la absurda búsqueda del
Hombre Nuevo.
Mucho
de lo que queda de la arquitectura tradicional corresponde a reconstrucciones
minuciosamente efectuadas en los últimos veinte años; los hutong o barrios tradicionales, varios de ellos auténticos
referentes históricos ("En esta casa nació Wen Xiu, esposa de Puyi, quien
sería el Último Emperador de China...") están siendo demolidos sin
sonrojos para construir multifamiliares.
Del
mobiliario antiguo apenas y han sido rescatadas algunas piezas despojadas de
ornamentos; de las artesanías, sólo hasta hace poco se han ido reintegrando
aquí y allá los viejos talleres y sus maestros para recuperar lo que de
tradición dejaron las sucesivas y sangrientas oleadas de "revoluciones"
culturales y educativas.
Existen
además numerosos problemas que no se han atendido debidamente, como el
deterioro ambiental (adiós al esturión con la construcción de la presa de Las
Tres Gargantas, el aire de Beijing es irrespirable), el obsoleto e ineficiente
sistema de salud (en muchos lugares es imposible encontrar un médico o farmacias
con medicina occidental, abundan sin embargo las boticas con menjunjes tipo
pomada de tigre) o una agricultura todavía parcelaria (y cada vez son menos
quienes pueden dedicarse a sembrar o cosechar personalmente el arroz en las
tierras familiares).
A pesar
de lo anterior, y no obstante la falta de libertad en las comunicaciones (no
hay acceso a Facebook ni a YouTube y es imposible enviar fotografías como
archivos adjuntos en Yahoo) o la
corrupción rampante de sus políticos (documentada ampliamente hace unos
semanas en el New York Times, cosa que ofendió a la dirigencia), China se ha
transformado de manera irreversible en un país moderno donde en unos cuantos
años más se situará el polo económico, así como posiblemente también, el centro
cultural del planeta.