En México estamos casi vivos. Vivos de milagro. Estadísticamente vivos los que quedamos.
A todas horas asediados en las calles, en nuestros comercios, en nuestras carreteras, escuelas, hospitales y casas.
Estamos vivos porque por conciencia o por ventura hemos esquivado los cada vez más abundantes lugares y horas equivocados de nuestro país.
En México caminamos a diario entre una lluvia de proyectiles: balas, piedras, corrupción, indiferencia. Una lluvia macondiana que no ha cesado en décadas, que amenaza incluso en hacerse tormenta mientras el Coronel melancólico y deforme, putrefacto, espía niños.
Ahora mismo hay lluvias intensas por todo el país. En Tijuana, Metlatónoc o Cancún el cielo está negro.
Si bien es cierto que comenzamos a morir en cuanto nacemos, las posibilidades de una muerte violenta en México se han multiplicado y eso es inadmisible para los que estamos casi vivos.
Pretenden imponernos como norma la anormalidad. Que ya no tengamos otra opción sino un siguiente caudillo para festejar y perpetuar juntos --en una danza siniestra-- los primeros Cien Años de Impunidad.
Rechacémoslo vivamente y busquemos a los mejores de entre nosotros. Pensemos que es posible detener la lluvia.