¿Tendrá caso expresar mi completo repudio por la existencia de una dictadura en un país del que ni siquiera soy habitante, o mi solidaridad con varios de sus ciudadanos, a quienes no conozco personalmente, que en días recientes fueron desterrados de Nicaragua y despojados de todos sus bienes por Daniel Ortega, un tirano grotesco al que da igual que yo lo mencione o no?
El agravio no disminuirá, quedará improntado en la vida de esos más de trescientos patriotas —nicaragüenses por siempre— cuyo drama debiera serme indiferente puesto que yo vivo en otro lugar, a miles de kilómetros de Centroamérica, y lo que suceda con estas personas en principio no me debería afectar en nada.
Si yo viviera allá, sería otra cosa: tendría que cuidar mis expresiones en sociedad y en redes sociales; y quién sabe si hubiese podido fundar una editorial para publicar libros de ¡poesía!, esas palabritas desacomodadas vigiladas de forma casi patológica por muchos poderosos. Una estrofa desafortunada, y a la cárcel. Pero eso sucede allá, siempre ALLÁ, lejos de mí, de “nosotros”. (Pero, ¿y Darío, y el idioma español, y la poesía y la historia?)
¿Y si escribo para dejar constancia pública de que yo no simpatizo en modo alguno con el tirano de Managua por sus maneras atroces y porque persigue inocentes que no hacen más que lo que es natural en todos los hombres y mujeres de bien, que es pensar y exigir a sus líderes algo a lo que razonablemente (y siempre) se tiene derecho, que es decencia?
¿Y si escribo pensando ya no solo en estas víctimas recientes de la dictadura centroamericana, sino por lo que pudiera suceder en México, creyendo (pensamiento mágico) que decir ALGO pueda evitar que mi país se convierta pronto en una sucursal del “bolivarianismo” que ha terminado ya con la vida democrática de varias naciones?
Porque me doy cuenta, además, de una fuerte coincidencia temporal: mientras nuestro presidente condecoraba al testaferro de la dictadura cubana, Ortega se “deshacía” de sus incómodos adversarios políticos e intelectuales, sacándolos de las cárceles o del arresto domiciliario para empujarlos hacia un avión.
Aún más: López Obrador no ha ofrecido asilo ni se ha solidarizado con las víctimas de este acto represivo. La pesadilla autoritaria que se vive en Nicaragua, Cuba o Venezuela podría ocurrir en México, dado que nuestro presidente ha demostrado con creces ser afín a la calaña de los dictadores de los países mencionados.
Y lo que sucede en Nicaragua no es que me importe súbitamente: hay tantas miserias humanas por las que yo pudiera decir o hasta hacer algo. Hay tantas injusticias, calamidades, invasiones y guerras de las que nos enteramos a diario. Y tantas tan próximas a “nosotros” los mexicanos: desde la venta de niñas en Guerrero hasta la devastación de la selva por el Tren Maya, desde fosas clandestinas a media hora de la Ciudad de México hasta el cobro de extorsiones a negocios en Iztapalapa; desde feminicidios que no les interesa investigar a las autoridades, hasta colusión entre la delincuencia organizada y nuestros tres niveles de gobierno.
¿Tendrá sentido escribir de la indignación que me provoca lo que sucede en el país centroamericano?
Letras y palabras que no aliviarán en nada la persecución, el insulto, la tortura, la violencia, ni el despojo de los que han sido objeto estos más de trescientos Leónidas nicaragüenses.
De todos modos, aquí están.
Roberto Mendoza Ayala
19 de febrero de 2023