viernes, 18 de septiembre de 2009

TACUBA

Sólo de imaginar
aquel aciago ejército de aventureros
sifilíticos perseguidos de ambición,
las mulas con su fabuloso cargamento
ido para siempre al fondo de los cañaverales…

Me pregunto si no se abrió la tierra
aquí nomás
para intentar el rescate de lo que todos cargamos
en memoria colectiva:
los míticos lingotes, lágrimas de un sol
empañando el espejo de Moctezuma.

Es inevitable la tristeza,
el silencio roto por la lluvia
en sigilo intransigente
dando la voz de alarma.

Canosa, vieja hechicera lluvia.

Teas y arcabuces,
griterío sorpresa de muertos aferrados al oro
no se abandonaron
ni siquiera en la tumba.

Quinientos años después
siguen tendidos los puentes
busca Remedios debajo de ellos
un pueblo que nunca se fue
y sigue atascado en el fango de la huída.

Se multiplican las carpas y las tiendas,
la memoria epidérmica de la Ciudad
reconoce sus planchados pliegues,
se instala donde hace mucho
se aparece el barco fantasma
de un tianguis antiguo.

En el caos pervive el Principio de lo nunca muerto:
las piedras que volaron para hacerse templos,
en otro orden colocadas, pero siempre templos;
los olores y los sabores de paso,
el transbordo, los pasillos,
el cruce de estaciones con el obligado cambio de luces.

La estatua del que espera abajo del reloj
marca la hora siempre atrasada
de un convoy que apenas viene
o que nunca llega.

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