lunes, 31 de diciembre de 2012

ALBERTO REICHERT PULS

Lo recuerdo con esa sonrisa enigmática. A veces, casi siempre, la sonrisa condescendiente del que sabe más que uno. Otras veces, feliz de haber encontrado en un comentario o consejo la solución al problema que en ese momento le aquejaba y compartía con uno.

Parco en el hablar, las emociones desbordadas se le entrecruzaban con sus altos razonamientos. La única pista a seguir eran los cambios de color en su rostro, que iban del rosa pálido al rojo intenso, según fueran la tristeza, el enojo o las alegrías.

Íbamos en su camioneta, cantando hacia la selva, escuchando un cassette con una de esas cumbias tropicales que tanto le agradaban: río Papaloapan, que te la pasas viajando...

En alguna brecha nos internamos. Pura terracería. Si le preguntabas, sólo te miraba y seguía manejando a pesar de que parecía que la selva se nos cerraba por momentos. ¿A dónde íbamos? Puro misterio. Así era y estaba bien ¿qué más podía pedir un citadino que una aventura como esa?

Era tarde y empezaba a oscurecer. Yo suponía que en algún punto teníamos qué pararnos y acampar, pero él seguía manejando, ahora tal vez un poco más lento, dando tumbos, esquivando charcos.

En alguna vuelta comencé a distinguir sombras y brillos entre el follaje. Alberto disminuyó la marcha. ¿Qué pasa, le pregunté? Por toda respuesta, apagó el motor y en silencio se bajó de la camioneta. Me alarmé y comencé a abrir la puerta de mi lado.

La selva se abrió dando paso a una extraña colección de personajes armados y barbados, no precisamente en ropa de gala, que escopetas y machetes en mano se aproximaban a nosotros.

Como Alberto no decía nada, yo me refugié de inmediato atrás de la camioneta, esperando no ser visto. Alberto se dirigió hacia ellos. Pensé que era una maniobra defensiva, alguna negociación antes de entregarles las llaves de la camioneta, las escopetas, las hieleras con comida, todo.

Buscando no hacer ruido me aventé detrás de algún arbusto esperando no llamar demasiado la atención.  Repasé mentalmente nuestra probable ubicación. Iba a tomar días que nos encontraran...si salíamos de aquello.

Escondido detrás de unas ramas, observaba angustiado. Aquella pequeña turba armada seguía caminando hacia Alberto, quien se detuvo en algún claro de la brecha. Instantes después, el que iba más adelante soltó un grito que resonó por toda la selva: "¡Ingeniero!" Y comenzaron los abrazos jubilosos de los cazadores.

Alberto se rió mucho cuando me vio salir de mi escondite. Y por años contó la anécdota.

Así era él: juguetón, impredecible.

Pero "El corazón atiende razones que la razón no entiende", -como él mismo nos decía siempre-, y el pasado 18 de octubre Alberto tomó una decisión inentendible, quizá explicable sólo a la luz de las razones de su corazón.

Aunque yo siempre lo recordaré sonriendo.

Dejo de él esta foto que se tomó en el río Candelaria en Campeche, y que me envió a mediados de 2012:







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