En su Frankenstein, Mary Shelley narra una inquietante historia de horror a través de un ingenioso procedimiento narrativo de estructura epistolar. Esta novela está escrita en primera persona por medio de cartas y diarios personales que se contienen unos a otros y se despliegan sucesivamente a lo largo del libro, hasta cerrar un círculo perfecto.
Encontramos el antecedente de esta obra en la novela gótica (1765-1815), que tenía como único objetivo despertar en el lector un sentimiento de horror a través de la exaltación de las supersticiones y leyendas de fantasmas que llenaban la imaginación de la población de esa época, en su mayoría ingenua y poco instruida. Sin dejar de reconocer a estas obras sus atributos literarios o estilísticos, eran novelas hechas para el entretenimiento, que no pretendían mayor profundidad intelectual.
Mary Shelley va más allá (Frankenstein se publica en 1818), y su primer mérito consiste en que sin dejar de infundir un sentimiento de horror en el lector, logra incorporar en la trama elementos de carácter racional y meta-científicos, —opuestos al romanticismo hasta entonces imperante— que dotan de una alta “probabilidad” de existencia verdadera a los personajes y situaciones de la obra, dejándonos hacia el final con la inquietud por el incierto paradero del monstruo que quizás aún hoy todavía nos acecha.
En la trama son obvios el interés y los conocimientos de Shelley en cuanto a avances científicos, muy especialmente los experimentos con electricidad (Franklin, Galvani) y la teoría de la Evolución (Darwin). Así mismo acude a los numerosos viajes de exploraciones y las narraciones de aventureros y científicos como fuente de inspiración para esta novela, incorporándolos a la trama con veracidad y detalle, aprovechando además que ella misma viajó por algunos de los lugares que describe.
Encontramos también algunos trazos de un exotismo orientalista, exaltado por el restablecimiento del Imperio Otomano justo en la época cuando se escribió la novela, Imperio que dejó una honda huella cultural en los países europeos.
El lenguaje de la obra es impecable y extremadamente cortés. Todos los personajes, aún en las situaciones más comprometidas o agresivas, dialogan con absoluta educación y delicadeza, rayando a veces en lo inverosímil. Más que resultar fallido, éste es un recurso que dota de encanto a la narración. Y por supuesto, tampoco sería algo “imposible” si nos atenemos a la anécdota de la seca y cortés alegría inglesa ante el encuentro en plena selva africana del por muchos años desaparecido Dr. Livingstone.
La frescura de esta primera novela de Mary Shelley se advierte en algunas precipitaciones. Por ejemplo, la rapidez con la que Victor Frankenstein pasa de ser un simple estudiante a un científico de primer nivel, capaz de un descubrimiento tan increíble que por sí mismo merecería un manejo más profesional del tema y una disquisición filosófica más compleja que la que se plantea de inicio el investigador.
Toda la preparación intelectual de Víctor se esfuma sin más una vez que éste consigue su objetivo de crear vida en el laboratorio: el monstruo abre los ojos y en ese momento el científico lo abandona horrorizado, y regresa hasta el día siguiente sólo para comprobar con alivio que éste se marchó. Un comportamiento inmaduro, poco probable en un hombre de ciencia, pero que —de nuevo— no deja de ser “posible”.
Frankenstein es también un ensayo sobre la condición humana, basado en las reflexiones y diálogos de los personajes de la novela, a través de los cuales se van planteando —a veces respondiendo, otras sólo exponiendo— numerosas interrogantes concernientes a la naturaleza de los hombres. Preguntas —algunas— que aún hoy toman por verdaderas varias respuestas equivocadas, lo que nos ha afectado como especie.
En una época en la que la esclavitud se justificaba sin sonrojos por la “ausencia de un alma cristiana” en los salvajes que habitaban las colonias de los imperios dominantes, Shelley dota a su criatura de un espíritu absoluta y contradictoriamente humano, no obstante que el monstruo tiene una condición de origen que lo marca como “diferente” y por tanto le excluye del género y de la consideración de los demás que ello le merecería. Es un monstruo sin derechos.
La discusión filosófica se da a lo largo de la novela en los tres o cuatro encuentros entre la fiera y su creador cuando éstos dialogan entre sí, así como en la rememoración que hace la criatura de su vida secreta entre los hombres observando a una familia humana a la que intenta acercarse con torpeza y sin éxito.
Finalmente la intolerancia a lo diferente es la clave de esta obra. Expone lo que está en la naturaleza de nosotros, seres humanos: nuestra ambigüedad, nuestra capacidad para actuar de manera indistinta con aceptación o rechazo, con bondad o con maldad. En esta novela incluso se tocan de manera sutil los nacionalismos, así como también nuestros conflictos religiosos y raciales: nos encara con nuestra actitud visceral de rechazo a los que son distintos a nosotros.
Una sutil ironía —esta novela fue escrita por una mujer—, se da cuando Víctor Frankenstein descubre que fabricar la contraparte femenina de su primera creación reviste procesos que hacen mucho más compleja de lo prevista su labor; tanto que debe recurrir a los descubrimientos más recientes de la biología en un país extranjero para poder llevarla a cabo. Al final sin embargo decide interrumpirla, previendo con horror las posibilidades reproductivas de estos seres, no sin antes dejarnos precipitadamente y para siempre con el enigma de la procedencia de las partes de un cuerpo femenino —cómo diablos las obtuvo ahí— en la más remota de las islas desiertas de Escocia.
Roberto Mendoza Ayala
New York City, October 26th, 2014
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