jueves, 25 de diciembre de 2014

BASTA UN ALBAÑIL



El Palacio Blanco era un portento de simetría. A izquierda y derecha, arriba y abajo, reflejaba motivos florales y patrones geométricos con una minuciosidad que rayaba en la insania. Cada día, acompañado de su Gran Visir, el sultán comprobaba la exactitud de lo construido mediante espejos y calcas en papel de china.

No había un solo ladrillo, un solo trazo, que no tuviera su correspondencia fiel de un lado y del otro de la construcción que fue inaugurada entre los vítores del pueblo y la perplejidad de los invitados extranjeros, que no recordaban haber visto jamás en lugar alguno maravilla arquitectónica parecida.

Meses después, la obsesión del monarca por la duplicidad le hizo concebir la idea de un nuevo palacio situado enfrente, exactamente de las mismas dimensiones y con el mismo diseño que el primero. Se utilizarían incluso los mismos planos del edificio anterior, pero esta vez se construiría con mármol negro.  

Un río separaría al Palacio Negro del Palacio Blanco. En éste último habían laborado veinte mil albañiles, dos mil artesanos, doscientos maestros de obras, veinte capataces y un arquitecto. Nadie había podido abandonar el lugar de la construcción durante los veinte años en que ésta se realizó. Aquellos que habían sustituido a quienes murieron en el transcurso de la obra resultaron más afortunados, pues su encierro duró menos.

El Gran Visir se encargó de reclutar exactamente a los mismos trabajadores para la construcción del nuevo palacio -tal era el deseo original del sultán- pero muchos ya se habían ido a las provincias a disfrutar de la generosa paga acumulada, y muy pocos estuvieron dispuestos a repetir la hazaña.

Luego de un breve periodo que el sultán denominó Los Años Ociosos, pues debió salir a la guerra en defensa de sus fronteras, ya que la fama del Palacio Blanco despertó no sólo la admiración, sino también las ambiciones y las envidias de sus vecinos, pudo por fin dedicarse a replicar su antojo.

Apenas comenzados los trabajos, el monarca se cuestionó la pertinencia de su idea ante la posibilidad de que un enemigo suyo llegase a ocupar el Palacio Negro. Esta preocupación la guardó en secreto para sí mismo, se volvió cruel enseguida, y mandó decapitar bajo cualquier pretexto a cuñados, primos y tíos, dejando con vida sólo a la parte femenina de su familia.   

Los años transcurrieron y el Palacio Negro fue tomando forma, duplicándose majestuoso sobre el río. Cuatrocientos laureles idénticos a los que circundaban el Palacio Blanco fueron sembrados a su alrededor. Jardineros podaron sus ramas meticulosamente para que creciesen de manera idéntica a los de enfrente.

El sultán contó los reflejos sobre el río: ahora había cuatro palacios, dos Palacios Negros y dos Palacios Blancos, y ordenó la construcción de nuevas edificaciones opuestas unas a otras en ambos lados del cauce, replicándolas sucesivamente para ir formando un elegante entramado que disfrutaban mucho las aves desde el aire.  

Llegado este punto, el mundo comenzaba a sentir el peso de la tozudez del sultán, cuyas obras parecía no tener fin, pues las construcciones se multiplicaban sin freno a partir de su inspiración inicial. 

Esta simetría continua de los palacios hubiese llenado todo el espacio disponible en la Tierra, de no ser por un albañil fastidiado, quien, ansioso por regresar a casa subrepticiamente colocó un ladrillo blanco donde debía ir uno negro. De esa manera simple él concluyó todo, salvando de paso al Universo.






Roberto Mendoza Ayala
New York City
Diciembre 2014

Fotografía: Roberto Mendoza A.

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