Termina el mes y observo que no he escrito nada para el blog. De hecho NO HE ESCRITO NADA. De diciembre para acá he estado clavadísimo en el diseño gráfico. Me inscribí en un sitio que enlaza diseñadores con clientes: he elaborado 14 logotipos, algunos mejores que otros, sin embargo a la fecha no he tenido la fortuna de ganar (pues el trabajo es por concurso).
Ya me hubiese desalentado de no ser porque llego a la conclusión que las personas, en este caso los clientes, son impredecibles en sus gustos y apreciaciones. Nadie está pidiendo un comité de artistas que evalúe lo que presentamos…así que no hay queja: mis oportunidades y mi talento son los mismos que los de los demás.
Y a nadie le importa si soy gringo o mexicano, hombre, mujer o fauno; feo o bonito: la democracia del internet nos iguala.
Sin embargo aspiro al diseño definitivo, ése que haga ver o exclamar al posible cliente: “¡es tan increíblemente evidente y bonito!” Pero hoy no me queda más que insistir hasta romper la piñata. En cuanto gane alguno lo voy a poner aquí, junto con mi galería de todo lo que hice que no ganó.
En lo oscurito sospecho con fundamentos que esta etapa creativa ha estado llena de obstáculos, a pesar de haberla trabajado con ganas: envié a principios de diciembre un libro de poemas a España, con la idea que llegase antes del 15 a Valencia.
Recuerdo cuando llegué a la oficina de DHL con mis legajos perfectamente ensobretados para no perder tiempo, y me hicieron abrirlos para después examinar hoja por hoja a ver si entre folios no aprovechaba yo para enviar ¿dinero? ¿cheques? ¿rascahueles?
Pero si conoces que en los contenedores de Manzanillo han descubierto pulpos rellenos con cocaína, o compresores atiborrados con billetes de a 100 dólares, te sientes mucho mejor por tu modesta contribución a una especie de aseguramiento de la calidad en los envíos internacionales.
¿Pero y los rayos X, los perros? Mejor no hacer preguntas bobas…
A menos que sea un presagio del siempre ansiado éxito, rastreé mi envío con paciencia y esto fue lo que sucedió: tres días después de salir del D.F. estaba en Milwaukee, una semana después en Alemania; diez días después en Francia; a los quince, plenamente rebasada la fecha límite de entrega del concurso, parecía que había llegado a la aduana de Valencia. Nada mal para un libro que siempre echamos como una botella al mar.
Para entonces las nevadas en Europa estaban de categoría cinco, y luego se registró una complicación por trámites en la oficina de Castellón de la Plana, que duró hasta que terminó el año. Nunca supe si el libro terminó por ser entregado o no.
Aparte de mi nula producción literaria, el exceso de energía mal colocada en logotipos fallidos, y mi negligencia por creer en lo que prometen las empresas de mensajería, pocas cosas merecen ser consignadas aquí (me refiero al arte, no a la vida personal, que afortunadamente ha estado llena de satisfacciones y salud).
Tal vez valdría la pena ir a contrapelo de la resignación general: en México “todo mundo” da por hecho que Peña Nieto será nuestro próximo presidente. Pero no nos gusta, no convence. Demasiado poco elocuente. Sin definiciones o convicciones puntuales. Quítale el discurso escrito y se pone a balbucear. Muchas sospechas. Demasiados olvidos. Su relación familiar con el nefasto Montiel. Los pésimos números del Estado de México. Las peores condiciones de caminos y el escaso mantenimiento a lo ya construido.
Y vemos que en todo el mundo nos rebasan por mucho, echando a andar cosas que de tan lógicas da risa nerviosa que nomás no hayamos podido ponernos de acuerdo aquí. Lo peor es que no se ve ni para cuándo. Y mucho más si consideramos que cualquiera que fuese nuestro próximo presidente, tanto de entre los probables como de entre los apuntados, ninguno tiene los antecedentes, las convicciones o el liderazgo suficientes para sacar a México de este marasmo.
Ya sé que aquí todo queremos que lo resuelva el presidente, eso está mal. Pero no debemos olvidar que nuestro pueblo, de escasa instrucción, se mueve fundamentalmente a través de símbolos, de percepciones, no de razones. Si no tenemos un presidente fuerte, un líder educado congruente bienintencionado con voluntad carisma facilidad de palabra claridad inteligencia madurez templanza conocimiento de la historia y humildad, no vamos a salir de perico perro.
Si tú desde ahora das por hecho que el Sr. Peña será el próximo aunque no te guste, yo te pregunto entonces ¿Pues qué tú no vas a votar?
viernes, 28 de enero de 2011
miércoles, 8 de diciembre de 2010
MORIR EN EL DESIERTO
Lo del kínder incendiado por no pagar sus dueños una extorsión, va más allá de lo que ya era intolerable en Ciudad Juárez.
Hay que situar los derechos de los niños por encima del "derecho" de los delincuentes a "trabajar" sin ser molestados.
Viendo el éxito que el uso de fuerza e inteligencia lograron en Río de Janeiro, donde los cuerpos de seguridad detuvieron o hicieron huir como ratas a cientos de narcotraficantes, debiera consultarse a los juarenses para permitir un operativo similar, cerrar todos los accesos y revisar casa por casa de la atribulada ciudad norteña.
Tendríamos, a diferencia de Brasil, la ventaja adicional de que los maleantes sólo podrían huir hacia el desierto, donde no encontrarían refugio seguro.
Publicado en "Comentarios del lector" en Reforma el 08 de dic de 2010
Hay que situar los derechos de los niños por encima del "derecho" de los delincuentes a "trabajar" sin ser molestados.
Viendo el éxito que el uso de fuerza e inteligencia lograron en Río de Janeiro, donde los cuerpos de seguridad detuvieron o hicieron huir como ratas a cientos de narcotraficantes, debiera consultarse a los juarenses para permitir un operativo similar, cerrar todos los accesos y revisar casa por casa de la atribulada ciudad norteña.
Tendríamos, a diferencia de Brasil, la ventaja adicional de que los maleantes sólo podrían huir hacia el desierto, donde no encontrarían refugio seguro.
Publicado en "Comentarios del lector" en Reforma el 08 de dic de 2010
lunes, 22 de noviembre de 2010
UNA DE LOBOS
Arrepentirse no está
en la lengua de los lobos.
Celebramos el presente a diario
con el instinto vivo de la zarpa
que asuela dioses y desgarra mitos.
Si al anochecer
crepita lento el fuego
y feroces rasgamos el aire aromado
con violenta violeta;
si caminamos la obscuridad
sobre el doble filo
negro de tus ojos;
si amanece el día por tu piel
antes que por el alba misma,
cómo arrepentirse.
Cuando poseo
la cálida vertiente de tus días,
el remanso florido de tus humedales,
y en mi sendero se entreteje
la misteriosa línea de tus huellas.
en la lengua de los lobos.
Celebramos el presente a diario
con el instinto vivo de la zarpa
que asuela dioses y desgarra mitos.
Si al anochecer
crepita lento el fuego
y feroces rasgamos el aire aromado
con violenta violeta;
si caminamos la obscuridad
sobre el doble filo
negro de tus ojos;
si amanece el día por tu piel
antes que por el alba misma,
cómo arrepentirse.
Cuando poseo
la cálida vertiente de tus días,
el remanso florido de tus humedales,
y en mi sendero se entreteje
la misteriosa línea de tus huellas.

lunes, 8 de noviembre de 2010
CIBERFICCIÓN
EL HUBIERA SÍ EXISTE
¿Cómo fue que llegamos a este punto? Habría que remitirnos a los insensatos días en que dependíamos de la red para todo: la información, la publicidad, la música, las comunicaciones, el sexo, el ocio. Poco a poco fuimos cayendo en excesos delirantes.
De manera paradójica, la realidad virtual era cada vez más realista. Incluso los videojuegos ofrecían opciones de participación tridimensional en los que uno podía insertarse como protagonista dentro de películas, telenovelas y aventuras de todo tipo.
Las grandes aerolíneas y ciertos consorcios de viajes vieron mermados sus ingresos: a muy pocos les interesaba viajar a lugares donde uno podía infectarse de malaria –ésta sí verdadera y no virtual- o ser abordado por grupos de miserables que veían en los arriesgados y ocasionales visitantes de países lejanos la única oportunidad para no morirse de hambre ese día.
El mundo había cambiado, en ese momento no sabíamos si para bien. Muy pronto la verdad nos alcanzaría.
Cierta mañana todo había salido increíblemente mal para mí: discutí con Lucía por quítame estas pajas, en la calle había un tránsito endiablado, llegué media hora tarde a la oficina; en el escritorio me esperaban un par de notificaciones de cancelación de contratos.
Fastidiado, comencé a navegar en automático por la red, llegando por casualidad hasta esa página inexplicablemente mal colocada, pues yo sólo estaba buscando dar rienda suelta a mi frustración mediante el ocio. Los caminos del señor, hasta ese momento, parecían inescrutables.
La tecnología había alcanzado insospechadas fronteras: se ofrecían los servicios de un ingenio de última generación que mediante la compulsa simultánea de millones de datos era capaz de calcular en línea la dirección, el rumbo que tomaría con mayor probabilidad cualquier situación acerca de la cual se le consultara.
El gancho de la publicidad que se desplegaba ante mis ojos era la posibilidad de ingresar en los propios acontecimientos personales como en una película, con personajes casi reales interpretando nuestras diversas opciones para el futuro; o bien averiguar qué hubiese sucedido en el pasado de haber tomado decisiones distintas a las que realizábamos día con día.
Lo del futuro sonaba interesante, ¡pero el pasado! El hubiera no existe, pensé de inmediato. Lo hecho, hecho está.
Seguro era una tomadura de pelo, algo que venía a sustituir la ola de las loterías de internet con sus fabulosos premios instantáneos –previo pago de gastos de envío de tu cheque- , y aquello de las modelos rusas sonrientes que esperaban a que les enviases el dinero del pasaje para ir a visitarte y jamás llegar.
Algo, sin embargo, me hizo tomar la determinación, hacer un click de consecuencias inmensas que en ese momento, estoy seguro, ni siquiera los ofertantes de la página pudieron prever.
Después de aceptar un modesto cargo a mi escuálida tarjeta de crédito, obtuve mi contraseña e ingresé en el sitio dispuesto a perder el rato jugando a averiguar sobre mí con una especie de tarot cibernético.
Yo era el usuario número 00005, cosa que me sorprendió levemente. ¿Así que estábamos estrenando? Resignado, confié en que lo novedoso del sitio no impidiera que mi diversión estuviese garantizada.
Salté la primera de muchas páginas de prolijas explicaciones acerca del desarrollo del programa; sin embargo alcancé a entrever algo acerca de unos hindús anteriormente dedicados al negocio de los call centers, otros de los desarrolladores habían trabajado en famosas multinacionales diseñando juegos para video.
La compañía estaba basada en Madrás, pero los poderosísimos (very, very, extremely powerful) servidores se ubicaban en lugares donde todavía no se implementaban las restricciones que casi todos los gobiernos ya habían dispuesto para los servicios on-line. Luego de eso venían las consabidas explicaciones técnicas, un tutorial y algunos ejemplos con gráficos que di por vistos.
Llegué al menú de entrada. El diseño era agradable y sencillo; se ofrecía ingresar de inmediato considerando varias opciones y algunas restricciones. La alternativa para saber qué botón convenía pulsar primero era regresar diez o quince páginas en el manual de uso: nadie haría eso, la red operaba cada vez más en modo intuitivo. Sin rodeos pulsé el primer botón, el de la parte superior izquierda.
Pasé un par de horas, que se me fueron como agua, llenando una serie de cuestionarios muy bien encadenados, pues toda respuesta abría de inmediato nuevos botones y casillas con preguntas que para mi sorpresa muchas veces incluían fotografías o nombres de personas conocidas mías –de algunas ya ni siquiera recordaba los apellidos- extraídas de quién sabe qué bases de datos, pero que de manera evidente procedían de lugares inesperados: cajeros automáticos, tiendas departamentales, el sistema de justicia, la seguridad social, cámaras de seguridad en bancos y calles.
Varias fotografías procedían de fiestas y paseos familiares, imágenes quizá obtenidas de las millones de páginas sociales colocadas en la red.
Llegó un momento en que a pesar de lo fascinante del viaje por mi pasado, el reencuentro con mi olvidada autobiografía, no tuve más remedio que detenerme ante lo insistente de los recordatorios de citas y llamadas con los cuales me importunaba mi computadora.
No hubo necesidad de guardar ninguna información: el programa me señaló que ya lo había hecho por mí, y de manera automática se cerró para permitir que yo continuase con mis labores habituales. Quizá debí haber prestado más atención a ese detalle.
Al día siguiente, y por varios más, el programa se abrió de manera inteligente para seguir recolectando la información que yo mismo iba vertiendo en él, crecientemente animado por la retroalimentación de los datos e imágenes que aparecían en pantalla y que mostraban cada vez más con más precisión el recorrido de mi vida hasta esos momentos: mi infancia toda, mis enfermedades, maestros, escuelas, amigos, rivales de amores, olvidadas novias y parientes muertos; así como también casas, lugares visitados, empleos, vacaciones, restaurantes y diversiones (hasta las más confidenciales).
No había prácticamente un solo aspecto de mi vida que hubiese sido dejado de lado por el programa. Era como escribir un libro en el que a cada afirmación mía surgían de inmediato decenas de sugerencias para corroborar o descartar hechos sucedidos, incluso situaciones que yo tenía por completamente olvidadas o que hasta entonces había preferido mantener en secreto.
Dada la fruición con que me empeñaba en cargar toda la información en el engendro, no me importaba ya si existía o no un acuerdo de confidencialidad con los creadores del programa, aunque recordaba vagamente haber leído algo al respecto.
Conforme pasaron los días y se iba confrontando de manera natural la información que yo ingresaba contra la información que aportaba y procesaba el programa de manera automática, se iban abriendo múltiples ventanas de mi pasado que yo reconocía cada vez más como “mías”.
Para entonces había transcurrido casi un mes en el que, exceptuando mi nuevo y febril quehacer, la vida había alcanzado un ritmo sosegado. “Afuera” todo transcurría de manera apacible, sin mayores sobresaltos. Las idas y venidas al trabajo eran amables. Mis jefes casi no se habían presentado a la oficina, o lo hacían de manera intermitente, lo cual favorecía el tiempo que yo dedicaba a mi, al parecer, interminable afición.
Para mí era grato ir afirmando paso a paso todos los episodios de mi vida que creía perdidos para siempre. En algún momento pensé si no estaría yo inventándome un personaje, una novela o un cuento, un deseo personal más allá de los hechos reales.
Sin embargo, en los cada vez más escasos momentos que dedicaba al sueño o a la comida, a estar en casa o a pasear con Lucía y los niños, reflexionaba por ejemplo en el hecho de que el calor del sol que estaba sintiendo en la cara procedía de una gigantesca masa de helio fusionado emitiendo rayos a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, las doradas manzanas del sol; o que el pasto húmedo que estaba pisando estaba tan verde como pudiese estarlo cualquier pasto en cualquier tarde luminosa de agosto. Era yo el que disponía, era yo el que sabía y nadie más: mi vida era cierta.
Me inquietaba, sin embargo, el asunto de Lucía.
De manera un tanto borrosa al principio, pero perfilándose a partir de ciertos hechos sucedidos en nuestro pasado (que no voy a mencionar), crecía en mí la convicción de una gran insinceridad de parte de Lucía. La retroalimentación de los datos que hacía poco había ingresado en el programa, reforzaba mi creencia.
Pasé entonces del frenesí a la tristeza, de la curiosidad a los celos. Y a la determinación de saber.
Solicité unas vacaciones para contar con la serenidad y la tranquilidad necesarias para afrontar la verdad, cualquiera que ésta fuese. No me costó ningún trabajo obtener la autorización: la recibí a vuelta de correo electrónico, pues los directivos principales de la empresa habían salido por una temporada.
Con tal de no fastidiar a nadie, sobre todo a Lucía, de la que me sentía cada vez más alejado y a quien veía en la casa con una mezcla de desconfianza y repugnancia, y a quien a veces sorprendía observándome furtivamente con desprecio, me inventé un viaje de negocios a una ciudad cercana.
Me instalé en un hotelito de la costa, llevándome la computadora personal que utilizaba para hacer las presentaciones a mis ocasionales clientes, y que no había tenido necesidad de usar en días recientes, dada la tranquilidad del ambiente comercial que se extendía como una calma chicha a lo largo del país.
Para no distraerme, me aprovisioné de lo necesario para no salir de mi habitación en varios días: botellas de agua y algo de comida enlatada. Antes de encerrarme, sin embargo, no me fue ajeno el hecho de que hasta el aire parecía moverse lentamente, las hojas de los árboles cayendo en él como suspendidas por horas.
Encendí la computadora y me dirigí a la página. Ésta presumía de tener ya tres mil millones de usuarios y de haberse constituido en sólo un mes como el sitio favorito de medio planeta: personas que abandonaron de manera súbita las redes sociales para instalarse en la introspección de sus propias vidas desentendiéndose de las de otros. Se esperaba contar para el invierno con la primera versión en chino del programa.
El fenómeno era atribuido a una explicable alternancia de ciclos: a partir de lo comunitario el mundo había vuelto de manera natural a lo individual, a la persona. Lo increíble es que desde hacía un mes no habíamos hablado de ello entre nosotros. Todo había sido tan rápido. Todos estábamos concentrados, cada uno, en lo nuestro.
Al paso de los días que duró mi encierro, la información acumulada empezó a rendir sus frutos: pasé a la sección del simulador temporal. Éste consistía en una especie de calendario acompañado de una serie de mapas, donde uno podía ubicar de manera precisa cualquiera de los acontecimientos de su vida, los lugares y las personas que conocía; e incluso a las que conocería más tarde, éstas por el momento sólo señaladas por coordenadas en la fecha seleccionada.
Mediante un sencillo PLAY, se generaba una película de alta definición completamente manipulable en tres dimensiones, con personajes que incluían voces muy aproximadas a las de los individuos que representaban, con el aspecto y manera de vestir correspondiente a su edad en las fechas elegidas, sosteniendo diálogos y ejecutando acciones de acuerdo a la información proporcionada por los confirmados recuerdos de los millones de usuarios de la página.
Cientos de videojuegos ya utilizaban técnicas similares para simular personajes y escenarios ficticios, incluso manejando cambios en las variables, lo que alteraba el resultado o las condiciones de los participantes. En esta ocasión la novedad radicaba en que se trataba de nuestras vidas, situaciones en las que personas de verdad ganaron o perdieron, se entristecieron o alegraron, mataron o murieron.
La extrapolación de tanta información acumulada había llegado a un refinamiento capaz de reproducir prácticamente en vivo el acontecer oculto, los detalles perdidos de la vida de cada uno de los que accedían a la página, así como también podían visualizarse las posibilidades de futuro de acuerdo a lo vivido hasta entonces.
Luego de varios intentos en los que ensayé algunas fechas con cierto nerviosismo, me ubiqué en los días y en los lugares de mis dudas. Los resultados fueron atroces.
Lloré frente a la pantalla, en la cual se representaba -literalmente frente a mis narices- , una y otra vez el engaño de Lucía, con la diáfana claridad que tendría cualquier espectador que acudiera a un cine un domingo, y donde un ignorado detalle al final resplandecía como la evidencia irrefutable. Siempre estuvo ahí.
Pasado el trago amargo de la verdad, se me agolparon un cúmulo de sentimientos que hicieron que el aire me faltara. Comencé a razonar a velocidad máxima. De manera torbellínica, los argumentos se sucedían a los fallidos intentos de justificación de mi estupidez, hasta desembocar en un acceso de cólera como pocas veces lo había tenido. Recogí todo y me marché de inmediato.
Yo sabía que algo estaba mal en todas partes desde que abandoné la ciudad; y podía sentir la tensión en el ambiente al aproximarme de regreso: la gente conducía con gesto triste o iracundo. No las caras largas de quienes están habitualmente fastidiados por el tráfico. Era algo más.
Un par de calles antes de llegar a la casa un nuevo sofoco hizo presa de mí. No estaba seguro de cuál iba a ser mi proceder con Lucía: en mi estado cualquier cosa era posible. Sin embargo, el ánimo no me daba para rehuir de la situación. Abrí la puerta dispuesto para lo peor.
Sobre el piso del departamento vacío resonó el eco de mis pasos. Tirada en el suelo de lo que fue el comedor destacaba una hoja blanca, donde Lucía dejó escrito con histéricos trazos:
¡IMBÉCIL!
¿CÓMO PUDISTE HACERME ESO?
Ella también había consultado la página.
II
Esa fue mi historia personal. Pequeña, dolorosa, insignificante. Como las miles de historias que cada uno tuvimos que enfrentar: algunos por celos, otros por curiosidad; algunos quizás por morbo, por regodearse en un suceso determinado; pero todos deseosos de conocer la verdad de un pasado recuperado, o las posibilidades de vida que se habían dejado escapar.
Después de mi regreso a la ciudad, casi tan rápido como empezó todo, en el transcurso de un par de meses, fueron sucediendo las cosas que nos llevaron al desastre.
Primero se multiplicaron los suicidios y los homicidios. Miles de familias se disgregaron. Empleados hubo que sin vergüenza asesinaron a sus patrones o bien les robaron con descaro al concluir que fueron estafados por años en sus percepciones económicas.
No faltaron escritores, músicos, pintores, y artistas de toda laya que insistían en adjudicarse los premios que debieron habérseles entregado; que si no fue así, fue por una decisión momentáneamente mal dispuesta, decían. Y eso era demostrable. El arte hubiera sido otro. Ello generó agrias polémicas intragremiales que en días disolvieron sindicatos enteros. Galerías, museos y bibliotecas fueron destruidos por neo anarquistas al grito de la consigna ¡El hubiera sí existe!
Hubo también peleas a muerte entre los hinchas de equipos de fútbol contrarios, pues fue posible conocer el resultado definitivo de partidos de campeonato en los que los árbitros habían marcado mal un penalti, o expulsado sin razón a un jugador, por ejemplo. Una vez ajustadas esas variables –no marcar el penalti, o permitir que el muchacho siguiera en el campo tras sólo una tarjeta amarilla-, todo era cuestión de que el simulador llegase hasta el final del partido para conocer el verdadero final, a veces insospechado y muy distinto a lo registrado en los almanaques.
Cientos de encolerizados ciudadanos de las provincias destituyeron en el mejor de los casos, y lincharon –en los peores- a alcaldes, diputados y empleados estatales al comprobar su corrupción, o visualizar que otros pudieron haber realizado mejor papel como servidores.
Algunos propusieron cancelar las votaciones de noviembre a cambio de correr previamente en el simulador las futuras acciones de gobierno de los posibles candidatos. El caos se generalizó cuando nadie aceptó autoridades ni candidatos. Para entonces, ya hacía semanas que no teníamos noticia del paradero de nuestro presidente.
Otros buscaron en el cobijo de antiguos amores truncados la posibilidad de redención de una vida que hasta entonces les había negado la ternura. Sin embargo, no todos los hombres, ni todas las mujeres, ni sus hijos, estaban dispuestos a aceptar así como así la llegada de un extraño con la única explicación de que “nosotros hubiéramos sido felices”. Las violaciones y los secuestros se han multiplicado: la mitad de la población del país vaga ferozmente en busca de la otra mitad.
Sobra decir que en este desorden, paulatinamente se han ido interrumpiendo los servicios. Comenzó por faltar el agua, luego la electricidad; la telefonía y la red fueron cayendo hasta estropearse del todo. Los caminos se encuentran bloqueados por automóviles inservibles. Miles de desesperados han saqueado los almacenes y las gasolineras. La basura se acumula en las esquinas, y las epidemias han hecho su negra aparición.
El ejército, sin apenas dirección, comenzó por masacrar a los revoltosos hasta que sus elementos, asustados de la absurda matanza, han optado por retirarse discretamente uniéndose a la multitud o acuartelándose en las regiones más apartadas.
Estas últimas noches las calles han sido un incendio continuo, un baile de muerte y de placeres acompañado a todo pulmón por el alcoholizado cántico de la turba. La locura alcanza a todo el continente. Dicen que los chinos ya están en la costa.
¿Cómo fue que llegamos a este punto? Habría que remitirnos a los insensatos días en que dependíamos de la red para todo: la información, la publicidad, la música, las comunicaciones, el sexo, el ocio. Poco a poco fuimos cayendo en excesos delirantes.
De manera paradójica, la realidad virtual era cada vez más realista. Incluso los videojuegos ofrecían opciones de participación tridimensional en los que uno podía insertarse como protagonista dentro de películas, telenovelas y aventuras de todo tipo.
Las grandes aerolíneas y ciertos consorcios de viajes vieron mermados sus ingresos: a muy pocos les interesaba viajar a lugares donde uno podía infectarse de malaria –ésta sí verdadera y no virtual- o ser abordado por grupos de miserables que veían en los arriesgados y ocasionales visitantes de países lejanos la única oportunidad para no morirse de hambre ese día.
El mundo había cambiado, en ese momento no sabíamos si para bien. Muy pronto la verdad nos alcanzaría.
Cierta mañana todo había salido increíblemente mal para mí: discutí con Lucía por quítame estas pajas, en la calle había un tránsito endiablado, llegué media hora tarde a la oficina; en el escritorio me esperaban un par de notificaciones de cancelación de contratos.
Fastidiado, comencé a navegar en automático por la red, llegando por casualidad hasta esa página inexplicablemente mal colocada, pues yo sólo estaba buscando dar rienda suelta a mi frustración mediante el ocio. Los caminos del señor, hasta ese momento, parecían inescrutables.
La tecnología había alcanzado insospechadas fronteras: se ofrecían los servicios de un ingenio de última generación que mediante la compulsa simultánea de millones de datos era capaz de calcular en línea la dirección, el rumbo que tomaría con mayor probabilidad cualquier situación acerca de la cual se le consultara.
El gancho de la publicidad que se desplegaba ante mis ojos era la posibilidad de ingresar en los propios acontecimientos personales como en una película, con personajes casi reales interpretando nuestras diversas opciones para el futuro; o bien averiguar qué hubiese sucedido en el pasado de haber tomado decisiones distintas a las que realizábamos día con día.
Lo del futuro sonaba interesante, ¡pero el pasado! El hubiera no existe, pensé de inmediato. Lo hecho, hecho está.
Seguro era una tomadura de pelo, algo que venía a sustituir la ola de las loterías de internet con sus fabulosos premios instantáneos –previo pago de gastos de envío de tu cheque- , y aquello de las modelos rusas sonrientes que esperaban a que les enviases el dinero del pasaje para ir a visitarte y jamás llegar.
Algo, sin embargo, me hizo tomar la determinación, hacer un click de consecuencias inmensas que en ese momento, estoy seguro, ni siquiera los ofertantes de la página pudieron prever.
Después de aceptar un modesto cargo a mi escuálida tarjeta de crédito, obtuve mi contraseña e ingresé en el sitio dispuesto a perder el rato jugando a averiguar sobre mí con una especie de tarot cibernético.
Yo era el usuario número 00005, cosa que me sorprendió levemente. ¿Así que estábamos estrenando? Resignado, confié en que lo novedoso del sitio no impidiera que mi diversión estuviese garantizada.
Salté la primera de muchas páginas de prolijas explicaciones acerca del desarrollo del programa; sin embargo alcancé a entrever algo acerca de unos hindús anteriormente dedicados al negocio de los call centers, otros de los desarrolladores habían trabajado en famosas multinacionales diseñando juegos para video.
La compañía estaba basada en Madrás, pero los poderosísimos (very, very, extremely powerful) servidores se ubicaban en lugares donde todavía no se implementaban las restricciones que casi todos los gobiernos ya habían dispuesto para los servicios on-line. Luego de eso venían las consabidas explicaciones técnicas, un tutorial y algunos ejemplos con gráficos que di por vistos.
Llegué al menú de entrada. El diseño era agradable y sencillo; se ofrecía ingresar de inmediato considerando varias opciones y algunas restricciones. La alternativa para saber qué botón convenía pulsar primero era regresar diez o quince páginas en el manual de uso: nadie haría eso, la red operaba cada vez más en modo intuitivo. Sin rodeos pulsé el primer botón, el de la parte superior izquierda.
Pasé un par de horas, que se me fueron como agua, llenando una serie de cuestionarios muy bien encadenados, pues toda respuesta abría de inmediato nuevos botones y casillas con preguntas que para mi sorpresa muchas veces incluían fotografías o nombres de personas conocidas mías –de algunas ya ni siquiera recordaba los apellidos- extraídas de quién sabe qué bases de datos, pero que de manera evidente procedían de lugares inesperados: cajeros automáticos, tiendas departamentales, el sistema de justicia, la seguridad social, cámaras de seguridad en bancos y calles.
Varias fotografías procedían de fiestas y paseos familiares, imágenes quizá obtenidas de las millones de páginas sociales colocadas en la red.
Llegó un momento en que a pesar de lo fascinante del viaje por mi pasado, el reencuentro con mi olvidada autobiografía, no tuve más remedio que detenerme ante lo insistente de los recordatorios de citas y llamadas con los cuales me importunaba mi computadora.
No hubo necesidad de guardar ninguna información: el programa me señaló que ya lo había hecho por mí, y de manera automática se cerró para permitir que yo continuase con mis labores habituales. Quizá debí haber prestado más atención a ese detalle.
Al día siguiente, y por varios más, el programa se abrió de manera inteligente para seguir recolectando la información que yo mismo iba vertiendo en él, crecientemente animado por la retroalimentación de los datos e imágenes que aparecían en pantalla y que mostraban cada vez más con más precisión el recorrido de mi vida hasta esos momentos: mi infancia toda, mis enfermedades, maestros, escuelas, amigos, rivales de amores, olvidadas novias y parientes muertos; así como también casas, lugares visitados, empleos, vacaciones, restaurantes y diversiones (hasta las más confidenciales).
No había prácticamente un solo aspecto de mi vida que hubiese sido dejado de lado por el programa. Era como escribir un libro en el que a cada afirmación mía surgían de inmediato decenas de sugerencias para corroborar o descartar hechos sucedidos, incluso situaciones que yo tenía por completamente olvidadas o que hasta entonces había preferido mantener en secreto.
Dada la fruición con que me empeñaba en cargar toda la información en el engendro, no me importaba ya si existía o no un acuerdo de confidencialidad con los creadores del programa, aunque recordaba vagamente haber leído algo al respecto.
Conforme pasaron los días y se iba confrontando de manera natural la información que yo ingresaba contra la información que aportaba y procesaba el programa de manera automática, se iban abriendo múltiples ventanas de mi pasado que yo reconocía cada vez más como “mías”.
Para entonces había transcurrido casi un mes en el que, exceptuando mi nuevo y febril quehacer, la vida había alcanzado un ritmo sosegado. “Afuera” todo transcurría de manera apacible, sin mayores sobresaltos. Las idas y venidas al trabajo eran amables. Mis jefes casi no se habían presentado a la oficina, o lo hacían de manera intermitente, lo cual favorecía el tiempo que yo dedicaba a mi, al parecer, interminable afición.
Para mí era grato ir afirmando paso a paso todos los episodios de mi vida que creía perdidos para siempre. En algún momento pensé si no estaría yo inventándome un personaje, una novela o un cuento, un deseo personal más allá de los hechos reales.
Sin embargo, en los cada vez más escasos momentos que dedicaba al sueño o a la comida, a estar en casa o a pasear con Lucía y los niños, reflexionaba por ejemplo en el hecho de que el calor del sol que estaba sintiendo en la cara procedía de una gigantesca masa de helio fusionado emitiendo rayos a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, las doradas manzanas del sol; o que el pasto húmedo que estaba pisando estaba tan verde como pudiese estarlo cualquier pasto en cualquier tarde luminosa de agosto. Era yo el que disponía, era yo el que sabía y nadie más: mi vida era cierta.
Me inquietaba, sin embargo, el asunto de Lucía.
De manera un tanto borrosa al principio, pero perfilándose a partir de ciertos hechos sucedidos en nuestro pasado (que no voy a mencionar), crecía en mí la convicción de una gran insinceridad de parte de Lucía. La retroalimentación de los datos que hacía poco había ingresado en el programa, reforzaba mi creencia.
Pasé entonces del frenesí a la tristeza, de la curiosidad a los celos. Y a la determinación de saber.
Solicité unas vacaciones para contar con la serenidad y la tranquilidad necesarias para afrontar la verdad, cualquiera que ésta fuese. No me costó ningún trabajo obtener la autorización: la recibí a vuelta de correo electrónico, pues los directivos principales de la empresa habían salido por una temporada.
Con tal de no fastidiar a nadie, sobre todo a Lucía, de la que me sentía cada vez más alejado y a quien veía en la casa con una mezcla de desconfianza y repugnancia, y a quien a veces sorprendía observándome furtivamente con desprecio, me inventé un viaje de negocios a una ciudad cercana.
Me instalé en un hotelito de la costa, llevándome la computadora personal que utilizaba para hacer las presentaciones a mis ocasionales clientes, y que no había tenido necesidad de usar en días recientes, dada la tranquilidad del ambiente comercial que se extendía como una calma chicha a lo largo del país.
Para no distraerme, me aprovisioné de lo necesario para no salir de mi habitación en varios días: botellas de agua y algo de comida enlatada. Antes de encerrarme, sin embargo, no me fue ajeno el hecho de que hasta el aire parecía moverse lentamente, las hojas de los árboles cayendo en él como suspendidas por horas.
Encendí la computadora y me dirigí a la página. Ésta presumía de tener ya tres mil millones de usuarios y de haberse constituido en sólo un mes como el sitio favorito de medio planeta: personas que abandonaron de manera súbita las redes sociales para instalarse en la introspección de sus propias vidas desentendiéndose de las de otros. Se esperaba contar para el invierno con la primera versión en chino del programa.
El fenómeno era atribuido a una explicable alternancia de ciclos: a partir de lo comunitario el mundo había vuelto de manera natural a lo individual, a la persona. Lo increíble es que desde hacía un mes no habíamos hablado de ello entre nosotros. Todo había sido tan rápido. Todos estábamos concentrados, cada uno, en lo nuestro.
Al paso de los días que duró mi encierro, la información acumulada empezó a rendir sus frutos: pasé a la sección del simulador temporal. Éste consistía en una especie de calendario acompañado de una serie de mapas, donde uno podía ubicar de manera precisa cualquiera de los acontecimientos de su vida, los lugares y las personas que conocía; e incluso a las que conocería más tarde, éstas por el momento sólo señaladas por coordenadas en la fecha seleccionada.
Mediante un sencillo PLAY, se generaba una película de alta definición completamente manipulable en tres dimensiones, con personajes que incluían voces muy aproximadas a las de los individuos que representaban, con el aspecto y manera de vestir correspondiente a su edad en las fechas elegidas, sosteniendo diálogos y ejecutando acciones de acuerdo a la información proporcionada por los confirmados recuerdos de los millones de usuarios de la página.
Cientos de videojuegos ya utilizaban técnicas similares para simular personajes y escenarios ficticios, incluso manejando cambios en las variables, lo que alteraba el resultado o las condiciones de los participantes. En esta ocasión la novedad radicaba en que se trataba de nuestras vidas, situaciones en las que personas de verdad ganaron o perdieron, se entristecieron o alegraron, mataron o murieron.
La extrapolación de tanta información acumulada había llegado a un refinamiento capaz de reproducir prácticamente en vivo el acontecer oculto, los detalles perdidos de la vida de cada uno de los que accedían a la página, así como también podían visualizarse las posibilidades de futuro de acuerdo a lo vivido hasta entonces.
Luego de varios intentos en los que ensayé algunas fechas con cierto nerviosismo, me ubiqué en los días y en los lugares de mis dudas. Los resultados fueron atroces.
Lloré frente a la pantalla, en la cual se representaba -literalmente frente a mis narices- , una y otra vez el engaño de Lucía, con la diáfana claridad que tendría cualquier espectador que acudiera a un cine un domingo, y donde un ignorado detalle al final resplandecía como la evidencia irrefutable. Siempre estuvo ahí.
Pasado el trago amargo de la verdad, se me agolparon un cúmulo de sentimientos que hicieron que el aire me faltara. Comencé a razonar a velocidad máxima. De manera torbellínica, los argumentos se sucedían a los fallidos intentos de justificación de mi estupidez, hasta desembocar en un acceso de cólera como pocas veces lo había tenido. Recogí todo y me marché de inmediato.
Yo sabía que algo estaba mal en todas partes desde que abandoné la ciudad; y podía sentir la tensión en el ambiente al aproximarme de regreso: la gente conducía con gesto triste o iracundo. No las caras largas de quienes están habitualmente fastidiados por el tráfico. Era algo más.
Un par de calles antes de llegar a la casa un nuevo sofoco hizo presa de mí. No estaba seguro de cuál iba a ser mi proceder con Lucía: en mi estado cualquier cosa era posible. Sin embargo, el ánimo no me daba para rehuir de la situación. Abrí la puerta dispuesto para lo peor.
Sobre el piso del departamento vacío resonó el eco de mis pasos. Tirada en el suelo de lo que fue el comedor destacaba una hoja blanca, donde Lucía dejó escrito con histéricos trazos:
¡IMBÉCIL!
¿CÓMO PUDISTE HACERME ESO?
Ella también había consultado la página.
II
Esa fue mi historia personal. Pequeña, dolorosa, insignificante. Como las miles de historias que cada uno tuvimos que enfrentar: algunos por celos, otros por curiosidad; algunos quizás por morbo, por regodearse en un suceso determinado; pero todos deseosos de conocer la verdad de un pasado recuperado, o las posibilidades de vida que se habían dejado escapar.
Después de mi regreso a la ciudad, casi tan rápido como empezó todo, en el transcurso de un par de meses, fueron sucediendo las cosas que nos llevaron al desastre.
Primero se multiplicaron los suicidios y los homicidios. Miles de familias se disgregaron. Empleados hubo que sin vergüenza asesinaron a sus patrones o bien les robaron con descaro al concluir que fueron estafados por años en sus percepciones económicas.
No faltaron escritores, músicos, pintores, y artistas de toda laya que insistían en adjudicarse los premios que debieron habérseles entregado; que si no fue así, fue por una decisión momentáneamente mal dispuesta, decían. Y eso era demostrable. El arte hubiera sido otro. Ello generó agrias polémicas intragremiales que en días disolvieron sindicatos enteros. Galerías, museos y bibliotecas fueron destruidos por neo anarquistas al grito de la consigna ¡El hubiera sí existe!
Hubo también peleas a muerte entre los hinchas de equipos de fútbol contrarios, pues fue posible conocer el resultado definitivo de partidos de campeonato en los que los árbitros habían marcado mal un penalti, o expulsado sin razón a un jugador, por ejemplo. Una vez ajustadas esas variables –no marcar el penalti, o permitir que el muchacho siguiera en el campo tras sólo una tarjeta amarilla-, todo era cuestión de que el simulador llegase hasta el final del partido para conocer el verdadero final, a veces insospechado y muy distinto a lo registrado en los almanaques.
Cientos de encolerizados ciudadanos de las provincias destituyeron en el mejor de los casos, y lincharon –en los peores- a alcaldes, diputados y empleados estatales al comprobar su corrupción, o visualizar que otros pudieron haber realizado mejor papel como servidores.
Algunos propusieron cancelar las votaciones de noviembre a cambio de correr previamente en el simulador las futuras acciones de gobierno de los posibles candidatos. El caos se generalizó cuando nadie aceptó autoridades ni candidatos. Para entonces, ya hacía semanas que no teníamos noticia del paradero de nuestro presidente.
Otros buscaron en el cobijo de antiguos amores truncados la posibilidad de redención de una vida que hasta entonces les había negado la ternura. Sin embargo, no todos los hombres, ni todas las mujeres, ni sus hijos, estaban dispuestos a aceptar así como así la llegada de un extraño con la única explicación de que “nosotros hubiéramos sido felices”. Las violaciones y los secuestros se han multiplicado: la mitad de la población del país vaga ferozmente en busca de la otra mitad.
Sobra decir que en este desorden, paulatinamente se han ido interrumpiendo los servicios. Comenzó por faltar el agua, luego la electricidad; la telefonía y la red fueron cayendo hasta estropearse del todo. Los caminos se encuentran bloqueados por automóviles inservibles. Miles de desesperados han saqueado los almacenes y las gasolineras. La basura se acumula en las esquinas, y las epidemias han hecho su negra aparición.
El ejército, sin apenas dirección, comenzó por masacrar a los revoltosos hasta que sus elementos, asustados de la absurda matanza, han optado por retirarse discretamente uniéndose a la multitud o acuartelándose en las regiones más apartadas.
Estas últimas noches las calles han sido un incendio continuo, un baile de muerte y de placeres acompañado a todo pulmón por el alcoholizado cántico de la turba. La locura alcanza a todo el continente. Dicen que los chinos ya están en la costa.
viernes, 24 de septiembre de 2010
AMSTERDAM
Fotografías de Roberto Mendoza Ayala


















Destellos de Amsterdam
POR QUÉ ALLÁ SÍ SE PUEDE.- En Amsterdam, como se intenta reproducir en la Ciudad de México, existen carriles confinados para las bicicletas, los automóviles y el metrobús; así como espacios en las banquetas destinados a los peatones; todos ellos perfectamente señalizados y con sus respectivos semáforos.
La gran diferencia estriba en que allá nadie bloquea calles de manera arbitraria, no existe el caos que aquí nos obsequian hebdomadariamente nuestros folclóricos y apestosos tianguis, no hay comercio ambulante, tampoco existen vendedores ni saltimbanquis en los altos, y los puestos semifijos –los pocos que hay- están ubicados y normados de tal manera que no obstruyen el paso de la gente.
Ah! Y la seguridad no es sólo percepción: jóvenes y viejos, hombres y mujeres, niños y familias completas pueden circular sin ningún temor en cualquier medio de transporte a cualquier hora del día o de la noche por cualquier parte de esta ciudad de 750,000 habitantes.
Extrapolando para la Ciudad de México: hacer las cosas como se están haciendo en el Distrito Federal en cuanto a medios de transporte, es sólo abonar al caos. Partamos de condiciones de seguridad total, de educación cívica del pueblo bueno, del respeto a las leyes y reglamentos por parte de las “tolerantes” autoridades, y luego hablemos de bicicletas y metrobús…
LO PEQUEÑO ES HERMOSO.- El Ayuntamiento de Amsterdam, a media semana, se encuentra prácticamente vacío: sólo acude quien por cuestión extrema o urgente lo requiere. No hay, como en México, la necesidad de gestionar o solicitar nada: los servicios públicos funcionan al cien por ciento y la mayoría de los asuntos pueden resolverse mediante correo o Internet. ¿Explicaría el tamaño de nuestras Delegaciones y municipios, muchos de ellos con poblaciones que rebasan el millón de habitantes, el fracaso de nuestras administraciones, la magnitud creciente de nuestros problemas?
ASÍ O MÁS CLARO.- Hace unos años, una iglesia protestante empezó a construir un enorme campanario a su iglesia, el cual iba a exceder la altura del antiguo Palacio Real, hoy símbolo del poder ciudadano ubicado en la plaza central de la ciudad. El Ayuntamiento vetó el proyecto, al considerar que ningún monumento religioso podría estar por encima del máximo símbolo del poder civil. Y así se concluyó el asunto, con la torre a medias.
QUÉ PODEMOS ESPERAR DE NOSOTROS, HIJOS DE ELBA ESTHER.- Cuando llegas, sales del hotel y crees que caminas por el barrio turístico: los canales del río Amstel conducen agua limpia; hacia donde vayas existen árboles, flores, plantas, plazas y jardines escrupulosamente cuidados. Recorres un barrio tras otro y los estándares no cambian. La mayoría de los edificios, que datan de los siglos XVI y XVII, están conservados como si acabaran de construirse. Sus moradores son personas de verdad que dejan las cortinas abiertas para captar lo más posible de luz diurna.
Dondequiera que te asomas observas libros, pinturas y esculturas, mobiliario moderno. Todo habla de un alto nivel de vida, pero también de una exitosa y amorosa educación cívica y cultural. A medio día despliegas tu mapa para marcar lo recorrido. Entonces te das cuenta. No es la zona turística: así es toda la ciudad, así son las personas que viven aquí.
EL EXTREMISMO PASADO POR AGUA.- Desde su fundación, Amsterdam lleva el sino de la tolerancia. En sus barrios han coexistido por siglos la religión católica, las protestantes y la judía. El gobierno es absolutamente de izquierda, ciudadano y laico. Sin embargo, de manera reciente sus tranquilos habitantes han visto alteradas sus naturales convicciones, toda vez que los inmigrantes que profesan la religión musulmana en su versión extrema, pretenden que los imames despierten a la gente a las cuatro de la mañana desde los minaretes de sus mezquitas, con cánticos en altavoces a todo volumen, como ocurre en los países árabes.
La cuestión aún está a debate, pero lo que de plano resulta a todos inaceptable, es que en una ciudad con centenaria tradición marina, donde la educación exige a sus habitantes saber nadar, estos fanáticos religiosos no aceptan pasar el examen de natación, arguyendo un absurdo, medieval pudor.
¡Pues si no les parecen nuestras leyes, entonces que se vayan! Exclama molesta nuestra guía.
LUMINOSOS MAESTROS.- Holanda exhibe con orgullo su arte y sus maestros: los únicos en la Europa de los siglos XVI y XVII que carecieron del patronazgo de la Iglesia Católica, y por lo tanto, a diferencia de sus contemporáneos, desarrollaron una estética y una temática propias, alejadas del arte sacro. Rembrandt, Vermeer, Hals, no sólo fueron maestros en el manejo de la luz: también fueron personas con gran libertad de acción, y al observar sus obras es posible captar esa alegría.
EL DEDO EN EL DIQUE.- El nombre de Amsterdam, proviene de su río, el Amstel, y de Dam, compuerta o dique. Desde su fundación en una isleta del delta del río, sujeta a los vaivenes tanto de las mareas como de los niveles del Amstel, la ciudad ha luchado con éxito contra las inundaciones, construyendo un complejísimo sistema hidráulico que comprende innumerables canales, presas, compuertas, bordos, cárcamos, vasos reguladores, lagunas, pantanos y esclusas.
Para mí fue inevitable pensar en nuestra Villahermosa, y en general Tabasco, el día de hoy afectadísimo por inundaciones. Inevitable también pensar si algún día tendremos los recursos o si dispondremos todavía de tiempo –a los holandeses les ha llevado siglos- para construir un sistema similar que proteja a los tabasqueños de las acometidas del agua, considerando simplemente el tamaño de la población asentada irregularmente en su territorio.


















Destellos de Amsterdam
POR QUÉ ALLÁ SÍ SE PUEDE.- En Amsterdam, como se intenta reproducir en la Ciudad de México, existen carriles confinados para las bicicletas, los automóviles y el metrobús; así como espacios en las banquetas destinados a los peatones; todos ellos perfectamente señalizados y con sus respectivos semáforos.
La gran diferencia estriba en que allá nadie bloquea calles de manera arbitraria, no existe el caos que aquí nos obsequian hebdomadariamente nuestros folclóricos y apestosos tianguis, no hay comercio ambulante, tampoco existen vendedores ni saltimbanquis en los altos, y los puestos semifijos –los pocos que hay- están ubicados y normados de tal manera que no obstruyen el paso de la gente.
Ah! Y la seguridad no es sólo percepción: jóvenes y viejos, hombres y mujeres, niños y familias completas pueden circular sin ningún temor en cualquier medio de transporte a cualquier hora del día o de la noche por cualquier parte de esta ciudad de 750,000 habitantes.
Extrapolando para la Ciudad de México: hacer las cosas como se están haciendo en el Distrito Federal en cuanto a medios de transporte, es sólo abonar al caos. Partamos de condiciones de seguridad total, de educación cívica del pueblo bueno, del respeto a las leyes y reglamentos por parte de las “tolerantes” autoridades, y luego hablemos de bicicletas y metrobús…
LO PEQUEÑO ES HERMOSO.- El Ayuntamiento de Amsterdam, a media semana, se encuentra prácticamente vacío: sólo acude quien por cuestión extrema o urgente lo requiere. No hay, como en México, la necesidad de gestionar o solicitar nada: los servicios públicos funcionan al cien por ciento y la mayoría de los asuntos pueden resolverse mediante correo o Internet. ¿Explicaría el tamaño de nuestras Delegaciones y municipios, muchos de ellos con poblaciones que rebasan el millón de habitantes, el fracaso de nuestras administraciones, la magnitud creciente de nuestros problemas?
ASÍ O MÁS CLARO.- Hace unos años, una iglesia protestante empezó a construir un enorme campanario a su iglesia, el cual iba a exceder la altura del antiguo Palacio Real, hoy símbolo del poder ciudadano ubicado en la plaza central de la ciudad. El Ayuntamiento vetó el proyecto, al considerar que ningún monumento religioso podría estar por encima del máximo símbolo del poder civil. Y así se concluyó el asunto, con la torre a medias.
QUÉ PODEMOS ESPERAR DE NOSOTROS, HIJOS DE ELBA ESTHER.- Cuando llegas, sales del hotel y crees que caminas por el barrio turístico: los canales del río Amstel conducen agua limpia; hacia donde vayas existen árboles, flores, plantas, plazas y jardines escrupulosamente cuidados. Recorres un barrio tras otro y los estándares no cambian. La mayoría de los edificios, que datan de los siglos XVI y XVII, están conservados como si acabaran de construirse. Sus moradores son personas de verdad que dejan las cortinas abiertas para captar lo más posible de luz diurna.
Dondequiera que te asomas observas libros, pinturas y esculturas, mobiliario moderno. Todo habla de un alto nivel de vida, pero también de una exitosa y amorosa educación cívica y cultural. A medio día despliegas tu mapa para marcar lo recorrido. Entonces te das cuenta. No es la zona turística: así es toda la ciudad, así son las personas que viven aquí.
EL EXTREMISMO PASADO POR AGUA.- Desde su fundación, Amsterdam lleva el sino de la tolerancia. En sus barrios han coexistido por siglos la religión católica, las protestantes y la judía. El gobierno es absolutamente de izquierda, ciudadano y laico. Sin embargo, de manera reciente sus tranquilos habitantes han visto alteradas sus naturales convicciones, toda vez que los inmigrantes que profesan la religión musulmana en su versión extrema, pretenden que los imames despierten a la gente a las cuatro de la mañana desde los minaretes de sus mezquitas, con cánticos en altavoces a todo volumen, como ocurre en los países árabes.
La cuestión aún está a debate, pero lo que de plano resulta a todos inaceptable, es que en una ciudad con centenaria tradición marina, donde la educación exige a sus habitantes saber nadar, estos fanáticos religiosos no aceptan pasar el examen de natación, arguyendo un absurdo, medieval pudor.
¡Pues si no les parecen nuestras leyes, entonces que se vayan! Exclama molesta nuestra guía.
LUMINOSOS MAESTROS.- Holanda exhibe con orgullo su arte y sus maestros: los únicos en la Europa de los siglos XVI y XVII que carecieron del patronazgo de la Iglesia Católica, y por lo tanto, a diferencia de sus contemporáneos, desarrollaron una estética y una temática propias, alejadas del arte sacro. Rembrandt, Vermeer, Hals, no sólo fueron maestros en el manejo de la luz: también fueron personas con gran libertad de acción, y al observar sus obras es posible captar esa alegría.
EL DEDO EN EL DIQUE.- El nombre de Amsterdam, proviene de su río, el Amstel, y de Dam, compuerta o dique. Desde su fundación en una isleta del delta del río, sujeta a los vaivenes tanto de las mareas como de los niveles del Amstel, la ciudad ha luchado con éxito contra las inundaciones, construyendo un complejísimo sistema hidráulico que comprende innumerables canales, presas, compuertas, bordos, cárcamos, vasos reguladores, lagunas, pantanos y esclusas.
Para mí fue inevitable pensar en nuestra Villahermosa, y en general Tabasco, el día de hoy afectadísimo por inundaciones. Inevitable también pensar si algún día tendremos los recursos o si dispondremos todavía de tiempo –a los holandeses les ha llevado siglos- para construir un sistema similar que proteja a los tabasqueños de las acometidas del agua, considerando simplemente el tamaño de la población asentada irregularmente en su territorio.
domingo, 29 de agosto de 2010
IBA POR FIUSHA Y ME LLEVÉ A LOS MÚSICOS DE JOSÉ
Sábado por la noche en el Lunario de la Ciudad de México. Asistí al Funky Reven con Fiusha y los Músicos de José.
Para quienes aún no se han dado cuenta, existe un movimiento musical creciente a favor del funk, la tendencia originalmente creada por James Brown en los años 60.
No podría decirse que de manera silenciosa, pero sí poco a poco, los grupos en México y Latinoamérica que comparten esta onda (¿retro?) comienzan a abrirse como flores por la mañana después de la larga noche a la que nos sometieron por años los ruidosos y agresivos raperos, hiphoperos y reguetoneros que todavía dominan la escena en nuestros países, en general haciendo gala de su increíble mal gusto.
Apenas hace un par de años, en el Zinko Jazz Club, me tocó escuchar un grupo de Guadalajara que enarbolaba el funk como su principal bandera. En ese momento sí pensé que había mucha tela musical de dónde cortar todavía, aunque lo consideré una ocurrencia trasnochada de y para conocedores. Ello sin contar con la brecha generacional…
Luego de un recorrido que les ha tomado por lo menos diez años de lucha y evolución, - me entero por los datos en sus discos y en sus páginas de Internet-, Fiusha y los Músicos de José se erigen como los ejemplos mexicanos de un funk renovado, lúdico, fresco, elegante y cachondo, a tono con nuestra sensualidad latina (Esto último, si es que de eso se trata para despedir el horrísono estruendo de lo que hasta ahora ha imperado).
El Lunario tuvo una entrada decorosa, no hubo lleno, no apreturas, pero tuve la oportunidad de realizar una observación cuidadosa de la concurrencia: adiós a las playeras negras, a la celebración de la muerte y la depresión: el funk festeja la vida.
Tengo desde hace meses el primer y -único hasta ahora- disco de Fiusha, que se ha me ha convertido en un favorito. Sin embargo, su tocada en vivo me resultó más bien decepcionante, y pude notar que hasta para los integrantes de la banda fue así: algo en la mezcla de sonidos que no cuadró, al grado de hacer inentendibles las letras de la mayoría de las canciones (era notorio el sufrimiento de los vocalistas).
La batería, a nivel excesivo, lastimaba los oídos sin remedio. Los detalles finos del tecladista se perdían en confusión. Todo dio por resultado que el esperado Reven por parte de Fiusha jamás prendiera entre la gente, que se contentó con ir trabajosamente reconociendo, casi adivinando, las rolas que en su disco se disfrutan con nitidez.
Llegados a este punto, pensé que tal vez mi edad o lo desacostumbrado que pudiera estar a un ambiente de “groove”, me hacían añorar la acústica desde la comodidad de mi oficina.
Pero hete aquí que veinte minutos después llegan los Músicos de José al mismo escenario y la diferencia en la calidad del sonido se hace notar de manera instantánea. No obstante que yo no conocía en especial ninguna de las piezas de esta banda, no pasaron más de tres minutos para que me envolviera una calidez en la que para empezar eran reconocibles todos los instrumentos por separado.
De manera mágica la noche tomó otro giro, y rápidamente las piezas nos llevaron a ese delicioso momento tribal en el que pasamos de la simple escucha al contoneo rítmico y colectivo del cuerpo.
Misma calidad de ejecución, mismos instrumentos (aunque Los Músicos adicionan metales), idéntico talento compositivo, mismo escenario, diferentes mezclas de sonido, distinto resultado: el Reven sí se dio.
Fiusha seguirá siendo de mis favoritos, espero con ansias el siguiente disco, y estoy seguro que corregirán lo que haya estado fuera de lugar esa noche. Pero la sorpresa de la música de los Músicos… Hay que seguir con atención a esta banda, que fusiona con alegría el funk con la cumbia o el klezmer; el soul con la salsa o la polka. Nunca los vi sufrir en el escenario: era evidente su gozo, la buena vibra que finalmente acabó por abrazarnos a todos en su armoniosa onda expansiva.
Saludos a Nezíj y a María José.
Para quienes aún no se han dado cuenta, existe un movimiento musical creciente a favor del funk, la tendencia originalmente creada por James Brown en los años 60.
No podría decirse que de manera silenciosa, pero sí poco a poco, los grupos en México y Latinoamérica que comparten esta onda (¿retro?) comienzan a abrirse como flores por la mañana después de la larga noche a la que nos sometieron por años los ruidosos y agresivos raperos, hiphoperos y reguetoneros que todavía dominan la escena en nuestros países, en general haciendo gala de su increíble mal gusto.
Apenas hace un par de años, en el Zinko Jazz Club, me tocó escuchar un grupo de Guadalajara que enarbolaba el funk como su principal bandera. En ese momento sí pensé que había mucha tela musical de dónde cortar todavía, aunque lo consideré una ocurrencia trasnochada de y para conocedores. Ello sin contar con la brecha generacional…
Luego de un recorrido que les ha tomado por lo menos diez años de lucha y evolución, - me entero por los datos en sus discos y en sus páginas de Internet-, Fiusha y los Músicos de José se erigen como los ejemplos mexicanos de un funk renovado, lúdico, fresco, elegante y cachondo, a tono con nuestra sensualidad latina (Esto último, si es que de eso se trata para despedir el horrísono estruendo de lo que hasta ahora ha imperado).
El Lunario tuvo una entrada decorosa, no hubo lleno, no apreturas, pero tuve la oportunidad de realizar una observación cuidadosa de la concurrencia: adiós a las playeras negras, a la celebración de la muerte y la depresión: el funk festeja la vida.
Tengo desde hace meses el primer y -único hasta ahora- disco de Fiusha, que se ha me ha convertido en un favorito. Sin embargo, su tocada en vivo me resultó más bien decepcionante, y pude notar que hasta para los integrantes de la banda fue así: algo en la mezcla de sonidos que no cuadró, al grado de hacer inentendibles las letras de la mayoría de las canciones (era notorio el sufrimiento de los vocalistas).
La batería, a nivel excesivo, lastimaba los oídos sin remedio. Los detalles finos del tecladista se perdían en confusión. Todo dio por resultado que el esperado Reven por parte de Fiusha jamás prendiera entre la gente, que se contentó con ir trabajosamente reconociendo, casi adivinando, las rolas que en su disco se disfrutan con nitidez.
Llegados a este punto, pensé que tal vez mi edad o lo desacostumbrado que pudiera estar a un ambiente de “groove”, me hacían añorar la acústica desde la comodidad de mi oficina.
Pero hete aquí que veinte minutos después llegan los Músicos de José al mismo escenario y la diferencia en la calidad del sonido se hace notar de manera instantánea. No obstante que yo no conocía en especial ninguna de las piezas de esta banda, no pasaron más de tres minutos para que me envolviera una calidez en la que para empezar eran reconocibles todos los instrumentos por separado.
De manera mágica la noche tomó otro giro, y rápidamente las piezas nos llevaron a ese delicioso momento tribal en el que pasamos de la simple escucha al contoneo rítmico y colectivo del cuerpo.
Misma calidad de ejecución, mismos instrumentos (aunque Los Músicos adicionan metales), idéntico talento compositivo, mismo escenario, diferentes mezclas de sonido, distinto resultado: el Reven sí se dio.
Fiusha seguirá siendo de mis favoritos, espero con ansias el siguiente disco, y estoy seguro que corregirán lo que haya estado fuera de lugar esa noche. Pero la sorpresa de la música de los Músicos… Hay que seguir con atención a esta banda, que fusiona con alegría el funk con la cumbia o el klezmer; el soul con la salsa o la polka. Nunca los vi sufrir en el escenario: era evidente su gozo, la buena vibra que finalmente acabó por abrazarnos a todos en su armoniosa onda expansiva.
Saludos a Nezíj y a María José.
martes, 24 de agosto de 2010
EL NEGRO
Yo también tengo las manos manchadas. Adoro el olor de la tinta fresca. Me gusta observar los reflejos de la tinta antes de revolverla para colocarla en la malla o en la máquina de impresión. Me gusta constatar su firmeza, su claridad, la pureza con que devuelve la luz, distorsionada y brillante, como en los espejos de Chapultepec donde reíamos de niños viendo las figuras deformadas: el enano, el gordo, el jorobado, el aplastado, el patotas.
El olor a barniz, a solventes, a pigmentos, es mezcla de olores sugerentes. “Me gustas porque hueles bonito”, me decías entonces, acercando la punta de tu nariz al cuello de mi camisa, porque entre mi piel y la tela se concentraban los químicos durante las horas de trabajo, haciéndome luego exudar el característico perfume del impresor. Y aspirabas fuerte, olisqueando como conejo, haciéndome cosquillas y regodeándote en el –según tú- agradable aroma. Hasta recuerdo que entre broma y veras, alguna vez lo confesaste todo: “Me enamoré de ti por tu olor”, reprochándome el cambio de mis actividades por unas de medio burócrata que nada tenían que ver con la luz.
Y ese negro brillante, esa goma de xantano, ese carbón, esa hulla, ese óxido que de tan azul profundo resulta negro, lo balanceas en el extremo de la espátula. Es el mundo en vilo en la punta de tu herramienta, lo que está a punto de suceder y de anunciarse, es decir, de pre-verse como en una premonición. ¿Qué papel será finalmente manchado por qué moléculas negras? Hormigas finas y translúcidas comeluz, letras y palabras que harán la diferencia con el papel, el contraste, luz amortiguada y puesta a buen recaudo, vigilada por negros carceleros que dormirán aplastados unos contra otros en sus blandas camas mientras la Historia dure lo que tenga que durar; hasta que los elementos o los hongos o algún insecto vuelvan a fundir los significados en el estómago del Todo.
El negro es el primer color. El más agradable, el más brillante y vivo. El que todo lo permite, el que no admite medias tintas. El negro grita fuerte: bien puesto no deja lugar a dudas. Es lo que es sin vacilaciones. Otros se disolverán, se confundirán con el soporte, se tornarán invisibles con el tiempo, palidecerán. El negro quema: es rastro inequívoco, ceniza donde hubo incendio, lumbre. Esta página, una vez definitiva, abandonará mis manos, mi mente, cualquier cosa de más que se me ocurra después, y no habrá entonces remedio, ni existirá retorno. Estará condenada a provocar gozo o náuseas a regocijo o a pesar mío. Se igualarán las sombras para siempre, pues nunca sabré si detrás de mí, de mi existencia, alguien ose asomarse a este escrito.
Por eso siempre abro con algo de reverencia los libros viejos, mientras más viejos, mayor respeto, casi seguro de sostener el certificado de defunción de su autor. Hurgo entonces en la mente del muerto con un placer que raya en la insania: me estoy leyendo a mí mismo.
El olor a barniz, a solventes, a pigmentos, es mezcla de olores sugerentes. “Me gustas porque hueles bonito”, me decías entonces, acercando la punta de tu nariz al cuello de mi camisa, porque entre mi piel y la tela se concentraban los químicos durante las horas de trabajo, haciéndome luego exudar el característico perfume del impresor. Y aspirabas fuerte, olisqueando como conejo, haciéndome cosquillas y regodeándote en el –según tú- agradable aroma. Hasta recuerdo que entre broma y veras, alguna vez lo confesaste todo: “Me enamoré de ti por tu olor”, reprochándome el cambio de mis actividades por unas de medio burócrata que nada tenían que ver con la luz.
Y ese negro brillante, esa goma de xantano, ese carbón, esa hulla, ese óxido que de tan azul profundo resulta negro, lo balanceas en el extremo de la espátula. Es el mundo en vilo en la punta de tu herramienta, lo que está a punto de suceder y de anunciarse, es decir, de pre-verse como en una premonición. ¿Qué papel será finalmente manchado por qué moléculas negras? Hormigas finas y translúcidas comeluz, letras y palabras que harán la diferencia con el papel, el contraste, luz amortiguada y puesta a buen recaudo, vigilada por negros carceleros que dormirán aplastados unos contra otros en sus blandas camas mientras la Historia dure lo que tenga que durar; hasta que los elementos o los hongos o algún insecto vuelvan a fundir los significados en el estómago del Todo.
El negro es el primer color. El más agradable, el más brillante y vivo. El que todo lo permite, el que no admite medias tintas. El negro grita fuerte: bien puesto no deja lugar a dudas. Es lo que es sin vacilaciones. Otros se disolverán, se confundirán con el soporte, se tornarán invisibles con el tiempo, palidecerán. El negro quema: es rastro inequívoco, ceniza donde hubo incendio, lumbre. Esta página, una vez definitiva, abandonará mis manos, mi mente, cualquier cosa de más que se me ocurra después, y no habrá entonces remedio, ni existirá retorno. Estará condenada a provocar gozo o náuseas a regocijo o a pesar mío. Se igualarán las sombras para siempre, pues nunca sabré si detrás de mí, de mi existencia, alguien ose asomarse a este escrito.
Por eso siempre abro con algo de reverencia los libros viejos, mientras más viejos, mayor respeto, casi seguro de sostener el certificado de defunción de su autor. Hurgo entonces en la mente del muerto con un placer que raya en la insania: me estoy leyendo a mí mismo.
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