Observó
con desconfianza la charola depositada en la compuerta de su celda. Llamaron su
atención el olor suculento y el vapor ondulante atravesado por la tenue iluminación
proveniente del tragaluz.
Se
arrastró con trabajos, acercándose. En su nariz se agolparon aromas acumulados
en años de giras oficiales y extraoficiales, recuerdos de manjares saboreados mientras
cumplía sus deberes, y aún de algunos que descubrió llevado por el azar o la
curiosidad.
Su
entrenamiento y su instinto le alertaron: no se abalanzaría sobre los alimentos
a pesar del hambre y la creciente debilidad. Decidió que consumiría sólo una
porción. Guardaría lo demás para consumirlo más tarde, escondiéndolo entre la
pila de excrementos acumulados en una de las esquinas.
Evocó
los largos días de su mandato, su carrera militar, su determinación para
alcanzar la cúspide; la cárcel tantas veces visitada durante su juventud por
indisciplinas o, -algunos años más tarde-, por haber sido el promotor de un
fallido golpe de estado. Pero no pensaba morir ahí. Al menos no como sus
captores parecía que lo tenían dispuesto luego de torturarlo durante semanas: por
hambre o por congestión, o quizás envenenado.
Comprobó
cauteloso la blanda textura de la carne a punto, adornada con una guarnición de
verduras de colores inusitados. El guiso tenía finas especias espolvoreadas,
cuyos olores lo envolvieron apenas las mezcló un poco con el apetitoso caldo a
base de jugo de naranja en que había sido horneado.
El
sabor del primer y cauteloso bocado le trajo a la memoria una tarde en el
Vaticano agasajado por el Cardenal Luiselli, quien conocedor de su afición a
los excesos de la buena mesa, no había dudado en complacerlo -y complacerse a
la vez- con una fiesta culinaria de siete horas en la que degustaron platillos
elaborados a partir de los quesos más exóticos: el Stilton inglés con laminillas de oro, el Pule serbio de leche de burra, el Epoisses francés cuyo penetrante olor le hacía merecedor a restricciones
en su transportación; y el Casu Marzu
de Cerdeña plagado de pequeñas larvas blancas que se retorcían en el paladar.
Delicadezas pocas veces encontradas juntas, maridadas en abundancia con los
mejores vinos de las cavas pontificias.
El recuerdo de esa comida -y muchas otras
en Shanghai, Nueva York, Estambul, Bangkok, Amsterdam o México-, era para él abrumador,
lleno de texturas, cremosidades y fragancias que superaban por mucho la
experiencia de la orgía aquella misma noche en Roma, -ya luego acompañados por
el Primer Ministro italiano-, de la que apenas quedaba algún borroso trazo de adolescente
piel en su memoria.
No
había duda que un buen chef había sido el encargado de preparar el platillo que
se le ofrecía. Sospechaba
entonces, naturalmente, de las intenciones o del mensaje de sus captores al
mandar a hacer tan elaborada comida para un dictador herido y humillado. ¿sería
quizás la última?
La
siguiente porción, masticada lentamente, con miedo, le colmó sin embargo de sutilezas
gustativas que a lo largo de su vida sólo pudo encontrar en la salinidad babosa
de los tentáculos del sannakji
coreano; en el tierno sabor azufroso del pidan
chino -huevo podrido de pato enterrado durante meses bajo capas de arcilla y
cal-; en los dulces vapores que emanaba el hervor de la xicotea en su sangre probada en Campeche, o en la linfa ácida de los
jumiles vivos que se escurrían de la
boca y los platos en las fondas de
Taxco.
El
último bocado se le quedó a medio pasar, atorado por un súbito y familiar recuerdo
olfativo.
Vendrían
a amputarle la otra pierna.
1 comentario:
Excelente, lo disfruté muchísimo. Saludos desde Colombia.
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