Lo primero que descubrí al viajar a India y revisar bien el mapa, es que ese país no está atravesado por la línea del ecuador: se localiza por completo en el hemisferio norte y es casi antípoda de México.
Allá han sucedido cosas literalmente a espaldas de nuestro mundo "occidental" sin que apenas nos enteremos, entretenidos como estamos con nuestra ración diaria de cine, televisión, política y deportes.
Por ejemplo, India tiene ya 1,300 millones de habitantes -650 era el dato que yo tenía en la memoria desde la escuela- apenas unos cuantos por debajo de China que es el primer lugar. Sin embargo, India tiene menos de la mitad de territorio que su vecino asiático.
Tal cantidad de individuos -y la producción no cesa, pues por razones culturales prácticamente no hay educación sexual ni control de la natalidad efectivos- ha arrasado con la legendaria jungla para cultivar el campo y establecerse por doquier. Eso ha dejado a India con solo el 14% de las selvas que tenía a la mitad del siglo XX, cuando se independizó de Gran Bretaña.
La buena noticia es que el eficaz aunque burocrático -hasta lo ridículo- control militar ha delineado y custodia con firmeza zonas de conservación todavía vírgenes, que en algunos casos son tan vastas como la mitad de Suiza. Y la tendencia es hacia la recuperación de mayores extensiones aún al costo de indemnizar y reubicar a poblaciones enteras.
Una mala es que en el país de los tigres ya solamente quedan 1700 ejemplares vivos en libertad. Su contraparte: se han expedido leyes especiales para la protección de la fauna que castigan severamente el tráfico de especies en riesgo. En muchos casos se comienza a revertir el esquema de extinción a que estaban condenadas, a pesar de la severísima corrupción que afecta todos los órdenes de la vida en India.
Los palacios y templos que han sido designados Patrimonio Cultural por los organismos internacionales se encuentran celosamente resguardados y en distintas etapas de conservación o restauración. Existe orgullo por el pasado y es notoria la aplicación de importantes recursos económicos para mantenerlos.
Sin embargo, la limpieza de los templos y jardines de Khajuraho o el prístino espejo de agua en que se reflejan los cuidados setos del imponente y masivo Taj Mahal contrastan con el caos urbano adyacente a ellos: entre las construcciones erigidas sin planeación o zonificación alguna, impera la anarquía representada por el mini comercio ambulante o semifijo de condiciones precarias -tianguis callejeros sucios y desordenados- esquema que se reproduce incontrolable por todo el territorio.
En la costa del Mar Arábigo, desde hace quince años Mumbai construye un skyline de rascacielos que es por lo menos el triple que el de Manhattan, ¿por qué nadie nos lo había dicho? Por fortuna algún alcalde inglés en el siglo pasado prohibió las vacas ahí, y así se quedó. Ahora conviven en esa ciudad un millón de millonarios con un millón de indigentes que duermen en las calles. Pero hay diecisiete millones de personas más viviendo entre los slums, los caseríos y los edificios inteligentes, repartidos entre los clubes sociales del omnipresente cricket y las redes familiares que sirven a las castas privilegiadas.
Lo de las castas no es figura retórica: es algo vivo a lo que nadie escapa, pues va en el apellido: existen más de ochocientos diferentes, y marca el destino de las personas, que están limitadas socialmente para mantener dicho esquema. Los matrimonios se conciertan entre familias de castas afines siempre de acuerdo con el gurú, que es quien determina la compatibilidad o incompatibilidad de una pareja y fija la fecha del casamiento. El éxito económico y la educación están cambiando estas prácticas, aunque sea lentamente.
En cuanto a su alimentación, la gran mayoría de las personas se divide, -de acuerdo a las múltiples creencias religiosas- entre vegetarianos o aquellos que también consumen proteínas animales tales como pollo, pescado, mariscos y cabra. Nadie come carne de res y sólo entre las castas más bajas, las de los impuros, se come cerdo.
En cuanto a su alimentación, la gran mayoría de las personas se divide, -de acuerdo a las múltiples creencias religiosas- entre vegetarianos o aquellos que también consumen proteínas animales tales como pollo, pescado, mariscos y cabra. Nadie come carne de res y sólo entre las castas más bajas, las de los impuros, se come cerdo.
Nosotros, viajeros occidentales, aceptamos las cosas como son y disfrutamos los contrastes: el templo meticulosamente restaurado y las fachadas coloridas de las casas semiderruidas, pintadas a capricho de millones de artistas anónimos. Subir a un tren que llega a la estación con exactitud inglesa y observar por el camino los grupos de mujeres -en India todas, invariablemente, de cualquier condición, visten el sari- que ofrecen en el piso sus mercancías vegetales.
Las vacas sagradas, de cuernos decorados, deambulan entre los montones de basura buscando el sustento para ser ordeñadas a la mañana siguiente. Los rascacielos ultramodernos se mezclan con las ciudades miseria. Las áreas de cultivo se nos muestran verdes hasta la fosforescencia, mientras las ciudades exhiben sus edificios y templos permanentemente deslavados: el campo y las ciudades nos enseñan en rápido montaje la simultánea bendición y ruina de los monzones.
Las vacas sagradas, de cuernos decorados, deambulan entre los montones de basura buscando el sustento para ser ordeñadas a la mañana siguiente. Los rascacielos ultramodernos se mezclan con las ciudades miseria. Las áreas de cultivo se nos muestran verdes hasta la fosforescencia, mientras las ciudades exhiben sus edificios y templos permanentemente deslavados: el campo y las ciudades nos enseñan en rápido montaje la simultánea bendición y ruina de los monzones.
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