Fui invitado por mi amigo el poeta norteamericano Gordon Gilbert a una sesión de Open-Mic (Micrófono Abierto, en español) en el barrio de Queens de la Ciudad de Nueva York.
Lo que hasta hace unos años era una zona de bodegas industriales se ha transformado en una zona de comercios y viviendas que aprovechan la estructura de los edificios originales. Una cafetería de techos altísimos ubicada a la mitad de una amplia avenida, sirve una vez a la semana como lugar de encuentro para una comunidad de artistas emergentes locales. Este esquema se repite todos los días en varios sitios esparcidos por toda la ciudad.
Materialmente se requiere de muy poco, además del espacio reservado: un par de bocinas y micrófonos de pedestal, y una consola de sonido. La cafetería se beneficia de la venta de bebidas y bocadillos, en lo que antes del acuerdo con los organizadores del Open-Mic quizás hubiese sido una noche de bajos ingresos.
La cita era a las 7pm, y desde poco antes empezaron a llegar los artistas para ocupar sus lugares entre un público conformado por ellos mismos, algunos amigos y hasta una incipiente legión de seguidores. De manera previa cada uno se había registrado en línea. Para esta sesión hubo treinta participaciones disponibles, que se agotaron en una semana. El costo por inscribirse era de 7 dólares, que se podían pagar por internet, o bien en efectivo al llegar: la lista ya estaba impresa y completa. Cada presentación tenía un tiempo límite de seis minutos.
La maestra de ceremonias, parte del equipo organizador formado por tres personas, dio comienzo a la sesión interpretando al piano tres extraordinarias piezas compuestas por ella misma, cantándolas en un estilo desenfadado, pleno de humor.
Si el inicio fue sorprendente, lo que siguió durante cuatro horas más fue una muestra contundente del talento artístico neoyorkino, reunido por una noche mediante una estrategia profesional de apoyo recíproco.
Artistas de todas las edades, géneros, razas, vestimentas, creencias y tendencias (aunque la mayoría, sí, jóvenes de 20 a 35 años) -todos aspirantes a un lugar en la "escena"- se presentaron uno tras otro actuando, aplaudiendo y festejando sucesivamente las actuaciones de los demás.
Escuchamos trovadores y compositores de voces excepcionales acompañados sólo por su guitarra (jazz, country, rock); comediantes en la mejor tradición del inteligentísimo stand-up norteamericano; una chica de ascendencia oriental que cantó y bailó al estilo de Kelly Clarkson con una pista probablemente elaborada por ella misma; una cantante afroamericana sensacional que no requirió del micrófono, acompañada al piano por un muchacho, interpretando piezas de su autoría como salidas de un musical de Broadway.
Y por supuesto los poetas. La palabra bien dicha es algo muy respetado en los Estados Unidos, cualquier estudiante tiene en la memoria algunos de los mejores poemas en lengua inglesa. La poesía es celebrada y en Nueva York sobre todo, hay una tradición literaria con una decidida vocación liberal, que ha sido instrumento y protagonista de los grandes hitos norteamericanos: libros, discursos, manifiestos, canciones, investiduras presidenciales, por mencionar algunos.
Las participaciones de los poetas en estas sesiones de Open-Mic, tal vez por razones culturales -a diferencia de nuestra ceremoniosa tradición hispánica- están despojadas de solemnidad, y los escritores tienen sobre sí la responsabilidad adicional de entretener. Es en este contexto que las lecturas tienen un fuerte componente físico: modulaciones de voz, movimientos corporales, interacción con el público, bromas, fraseo rítmico ("rapeo"). Es decir, el poeta debe aquí dramatizar y hasta cantar el poema, hacerlo interesante independientemente de sus valores literarios.
Esa noche escuchamos la voz profunda y los poemas vitales de nuestro amigo Gordon Gilbert, así como la diáfana expresión literaria de Valerie G. Keane, entre otros escritores.
Adicionalmente al altísimo nivel de los participantes -casi todos pasarían sin problemas como profesionales- quiero señalar algo que llamó mi atención: el respeto de todos para cada uno de ellos, que fueron escuchados con detenimiento y aplaudidos sin excepción, haciendo que los artistas se sintieran en confianza para desplegar lo mejor de sus habilidades.
Eran las diez de la noche y el micrófono seguía abierto. A esa hora sólo unos cuantos se habían retirado, la mayoría seguíamos ahí, atentos, escuchando. Los murmullos eran de satisfacción. Nunca vi a nadie codear maliciosamente a otro ni hacer un mal comentario. La gente seguía llegando.
Si es que existe, aquí tienen el secreto del éxito. Impresionante.
El poeta Gordon Gilbert leyendo
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