Convocados por el poeta Gordon Gilbert, 15 poetas nos reunimos en el emblemático Cornelia Street Café del West Village en la Ciudad de Nueva York, para rememorar los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 que impactaron gravemente al mundo, y a esa ciudad en particular.
Acudí en mi calidad de residente e inmigrante, quizás el único de los invitados que no vivió in situ o a través del fallecimiento de parientes, amigos y conocidos, el impacto emocional y físico de la tragedia. Acepté con respeto porque consideré que mi perspectiva de extranjero aportaría un elemento fraterno a los testimonios de quienes se encontraron aquel día en la primera línea de los ataques.
Fue una tarde que tocó fibras sensibles entre los asistentes a través de una gran variedad de registros y voces: poesía, música, testimonios de sobrevivientes, crónicas, grabaciones de radio y hasta la lectura de los periódicos de ese fatídico mes.
Más allá de las diferentes expresiones artísticas -todas válidas, todas crispantes-, como gran trasfondo de esa rememoración se alzaron siempre el sentimiento de comunidad y el liberalismo de los neoyorquinos, características que han conformado la grandeza de su ciudad al paso del tiempo.
Cito en orden de aparición a los participantes: Gordon Gilbert, Jay Chollick, Rose Bernal, Jack Tricarico, Kim Kalesti, Art Gatti, Anoek Van Praag, Madeline Artenberg, Roberto Mendoza, Robert Gibbons, Bob Quatrone, Su Polo, Claire Fitzpatrick, Stephen Bluestone y Jack Cooper.
Mi contribución fue a través de un testimonio personal y dos poemas. En mi testimonio evoqué la mañana de septiembre de 2001 que viví en México, mientras seguía las noticias del acontecimiento por radio, televisión e internet.
En mi primer poema, hablo de un Uroboros moribundo, la serpiente que se muerde la cola, intentando esbozar alguna explicación de la guerra en el contexto de los ciclos históricos, enlazándola al momento actual: un periodo de paz forzada, tensión de treguas y guerras de baja intensidad en muchas partes del mundo. Quise también hermanar a Nueva York con la sinrazón de los ataques absurdos y súbitos a poblaciones civiles e indefensas, que recordamos en la historia reciente de los siglos XX y XXI.
El segundo poema, la Balada para Nueva York fue escrito por mí en 1990 e incluido en mi libro Las Otras Estaciones. Lo traduje al inglés y quise releerlo como el homenaje poético que hace veinte años pretendí hacer para esa urbe, abrumado por su formidable historia y su grandeza humana y material, así como también señalando algunas de sus miserias en ese entonces; éstas últimas afortunadamente han ido atenuándose gracias a una sabia administración que permite y promueve la intensa participación de sus habitantes en los asuntos públicos.
Prevalece la grandeza.
2014: Uroboros bites his tongue
His headlights are bouncing off flames. His scaly back ripples like a whip hungry for fresh meat. It winds at times and makes a knot: the sign of infinity.
His gasps are long and intermittent. Desperate he turns over and tries to escape from time, but there is no way down. We are able to hear him drowning, the guttural sounds that accompany his slow suffocation.
In the reddish look, the injected veins draw the world map of misfortunes: Guernica, Dresden, Nagasaki, New York. Eyes that have seen everything, their view is now extinguished and meek, and looking for new wheat fields for nesting.
In the sky of dusk or dawn, a comet draws a momentary meridian of peace, a streak that splits History: on this side or in that one.
Dusk or dawn, we do not understand where we have to move to, where we are, to which side to step. That neighbor’s meadow, it always looks so green...
Yes, the Uroboros is dying, but we must be ever wakeful: because somewhere out of nowhere it is beginning to draw a snake rattle.
BALLAD FOR NEW YORK
It is said there were seven,
books mention four hundred:
against all bad omen
they built smokestacks, cities, dreams.
Skyscrapers full of immigrant patina.
Drinking your tea to avoid starving,
Edison dances on the pavement.
Today people sniff the crack that asks for
the marrow of those who were fearless
to approach:
sleepwalkers, they wander by your TH's,
the quarter for the ferry at Wall Street.
You sip in a moment of neons and marble,
superlative in your excesses,
fake gold and crystals.
John the Divine and Rockefeller
walk twinned
on your slippery sidewalks.
And the steel drum sounds in the wagons.
Compulsive heartbeats
ruminating nocturnal hearts.
Emptying into the cry is
a disguised silence:
the booming sound of your poverty.
You're going to the sea
stirring land and ice
where you want to extend,
endless skin
foreigner of all roads.
Roberto Mendoza Ayala
September 3rd, 2014, New York City
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