viernes, 21 de marzo de 2008

PAPAEL

Estaba orgulloso por llevar encima la fotografía del más querido, del más carismático de los Papas que en la Historia hubiera existido. Fundamentalmente en tonos azules, pues de ese color era la capa que se vislumbraba sobre sus hombros, por lo demás la piel estaba hecha casi toda de minúsculos puntos magentas, que combinados con algunas partículas amarillas, azules y negras aparentaban una piel morena y tersa. La imagen había sido retocada por una agencia de relaciones públicas italiana, que la ofreció a la prensa mundial en un conjunto de fotografías frescas de su representado. Llegó al taller quién sabe cómo, parece que alguno de los empleados de la imprenta la trajo de su casa, donde había sido olvidada en algún cajón luego de la visita que hiciera a México el llamado Santo Borgia. Imagen que fue llevada al cuarto de los negativos, donde se realizaría la selección de color; de ahí a las láminas fotosensibles, finalmente al papel.

Un papel destinado a llevar hasta su disolución la venerada estampa, no podía haber sido hecho de cualquier celulosa. Examinadas con atención al microscopio, las fibras del producto se alineaban en una multitud de cruces que confirmaban la supremacía del catolicismo sobre cualquier otra verdad religiosa. Y puestos a indagar del origen de los árboles, encontraríamos la sorpresa que ese lote provenía de un conjunto de troncos cortados clandestinamente en Michoacán, donde hacía cien años los entonces retoños fueron regados con la sangre de varios cristeros fusilados en pleno bosque.

Así, papel e imagen estaban felices por su matrimonio, por empatar uno con la otra de manera divina.

Ni siquiera el tiradero, lugar donde finalmente llegan la mayoría de los impresos, aún los más pretenciosos, fue indigno en el trato que debía darse a la pareja: un sordo murmullo, una vocinglería, un rumor como de rezo emanaba del soporte y de los colores todavía firmes. Era imposible que millones y millones de oraciones, de buenos deseos y sentimientos para el personaje se disiparan en una nada inútil: el noble rostro del anciano, que destilaba una beatitud y una paz suficientes para convertir de manera instantánea hasta al más descreído, quedó protegido en el muladar al que había ido a parar después del desalojo violento que unos agentes hicieron de una casa donde se refugiaba un grupo de criminales devotos.

El cartel con el retrato quedó felizmente a resguardo de las inclemencias climáticas al formarse entre la basura una especie de bolsa, una cueva imposible sostenida en su bóveda por solamente esa hoja de orgulloso papel que ostentaba la cara del Papa, lo cual le daba una fortaleza estructural semejante a la del mejor acero, y que le hizo resistir gallardamente sosteniendo sobre su lomo el peso de toneladas y toneladas de porquerías que fueron acumulándose en la superficie mientras en el interior del secreto escondite refulgía la bendita luz de lo milagroso. Pues en la oscuridad, los colores permanecieron, ya que al no haber interacción con la luz del día que poco a poco va lamiendo los rojos y los amarillos de cualquier impreso, se conservaron por mucho tiempo los tonos originales de las tintas. Sólo el papel fue tornándose pardo pues los residuos de las sustancias que intervinieron en su fabricación, paradójicamente blanqueadores, con el tiempo actuaron en sentido contrario sobre la superficie.

Papel e imagen pasaron años a la sombra de una manera particularmente gozosa, donde el retratado parecía observar de manera permanente los restos de unas botellas de plástico que también resistían de manera feroz a la degradación: polímeros, producto ordinario extraído de las profundidades de la tierra, originalmente petróleo y antes que eso simple escoria vegetal, resto inútil de dinosaurios e insectos comprimidos hasta la licuefacción por las presiones telúricas.

¿Sería el olvido? ¿Cuánto dura el efecto de las oraciones? El caso es que pasado mucho tiempo sin mayor deterioro de hoja e impreso, cierto día una acumulación de gases naturales provenientes de la descomposición de la basura, prendió chispa provocando un infierno subterráneo que se extendió rápidamente por todo el relleno, provocando en la superficie el pánico de los pepenadores, que no podían realizar su labor respirando el humo tóxico y el mal olor que despedía aquel mar de desperdicios.

La mirada fue lo último. Sólo los ojos del santo, fijos en un punto, proclamaban con rabia su indignación, la furia de extinguirse junto a tanta cochinada cuando el fuego, en ardor subterráneo, indudable victoria del Mal, alcanzó su imagen por tantos años incorruptible.

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