martes, 10 de febrero de 2009

¡TALAMONTES MONARCA!

Cerro Pelón, Michoacán. Literalmente.

Ascendemos a lomo de caballo, internándonos en el bosque a partir del poblado de Macheros, municipio de Donato Guerra, en el Estado de México. A la media hora de camino el guía nos señala en la espesura la línea divisoria entre los estados de México y Michoacán, frontera meramente imaginaria y convenida entre los lugareños. ¡Al fin en Michoacán…otro poco y llegaremos hasta donde las mariposas!

Nuestro guía conoce la ubicación exacta, este año y en esta zona, de los árboles donde se han posado un estimado de veinte millones de mariposas Monarca. Espectáculo que anualmente atrae a miles de turistas de Europa y los Estados Unidos a la región, así como también es motivo de investigaciones con presupuestos y donativos generosos por parte de universidades e instituciones nacionales y extranjeras.

Algo llama poderosamente mi atención cuando nos adentramos en Michoacán: aquí y allá, junto al improvisado camino, se aprecian los gruesos tocones de lo que debieron ser árboles centenarios, cortados de tajo. Más adelante, tapizan la vereda cientos de tablones de todos tamaños que los talamontes desecharon por ignoradas razones. Hago una apreciación rápida: cualquier árbol con más de 50 centímetros de diámetro ha sido asesinado. O eso creía yo. El grado de destrucción es asombroso. -Este apenas lo cortaron anoche, me dice el guía, señalándome un pedazo de madera no más ancho que mi muslo -¿Pa qué les va a alcanzar este tronquito? si acaso para la pata de una mesa…

A cincuenta metros de donde este año anidaron las mariposas (la descripción del espectáculo merece una crónica aparte), camino sobre la viruta tierna de árboles cortados con motosierra hará un par de días, de acuerdo a los ejidatarios que guardan el acceso final a la zona de la Monarca. Ellos afirman que de la tala mejor ni averiguan porque los matan. Observo unos tablones de color rosado, perfectamente apilados, que se distinguen entre todo el camposanto en que se va convirtiendo la “Reserva” del lado michoacano.

De regreso, tanto entusiasmado como entristecido, a la mitad de la montaña nos cruzamos con cuatro mozalbetes -uno de ellos esconde apurado una escopeta entre sus ropas- que arrean varios bueyes. ¿Hacia dónde van? –pregunto. Se me explica que llevan a pastar a los animales. A mí más bien me parece que van por la pila de tablones.

Pero hay algo que indigna todavía más: aquí hasta los caballos saben que existen dos pueblitos ubicados en la falda de Cerro Pelón, llamados El Campamento (¡) y el Rincón, donde viven los taladores ilegales, quienes venden en Zitácuaro la madera que alcanzan a sacar de aquí a pleno día. No entiendo qué están esperando las autoridades michoacanas para desmantelar dichos lugares y acordonar con el ejército y con guardabosques el puñado de hectáreas de la Reserva. Aquí también aplica –y mucho- el si no pueden, renuncien.

Pienso de inmediato que alguien no está haciendo su trabajo. Pienso en el gobernador Leonel Godoy y en el dejar hacer. Pienso en la corrupción. En cuánto dinero vale darle en la madre a lo que no es mío ni de los michoacanos, ni de los mexicanos, sino de la humanidad. Pienso en callarme, al fin que tal vez he sido uno de los últimos privilegiados que han podido observar en todo su esplendor el espectáculo de la mariposa Monarca, algo que atesoraré toda la vida. Supongo que eso debería bastarme.

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