lunes, 8 de agosto de 2016

NAÏMA (Ficción)




Hay un destello en el saxofón de Coltrane. El chispazo ilumina y ennegrece de súbito la plata de la imagen. Un hombre con su cámara se mueve por detrás del músico mientras éste materializa en el aire las notas de Naïma. Sus labios besan la boquilla y sus dedos recorren las vértebras del instrumento que vierte una catarata de gemidos veloces en un etéreo pozo de azules concéntricos. El camarógrafo se desplaza por el escenario tomando lo que él considera los mejores ángulos. Hace un rato había salido de cuadro, pero se asoma otra vez, imprudente, con su armatoste de rodajas enfocando al Maestro, mancillando para siempre el filme como una arruga sobre un traje liso impecable. No alcanzo a ver su cara oculta atrás del aparato, pero vislumbro unos instantes el pantalón demasiado holgado que cubre sus piernas, los comunes zapatos de agujetas. Esa cámara me toma con fijeza. Me distrae y en algún momento pierdo el paso. Acudo a McCoy. Un parpadeo suyo me confirma la nota falsa, y la arreglamos en el acto entre él y yo: embisto una escala que incorpora ese bemol, convirtiendo el error en una voluta que asciende al Cielo. El sudor escurre tibio por mi esternón, que es un cauce de nuevas ideas. Los últimos compases se disipan como anillos de humo, extendiéndose a todos los rincones del tiempo. Al final, extenuado, miro al lente de la cámara: observo su juego de espejos circulares proyectado hasta el infinito. Caigo en su pupila negra, me dejo tragar despacio hacia la obscuridad en cuyo fondo hay dos figuras que se disuelven. En esa imagen estamos juntos Coltrane y yo ¿Cómo lo sé? Ambos miramos de frente pero uno de los dos no tiene saxofón, ni cámara; no quiero darle atrás al video.

Roberto Mendoza Ayala
8 de agosto de 2016
New York City





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