jueves, 25 de abril de 2013

ATLANTIS



Sentí su intención malévola en un pequeño, casi imperceptible movimiento. Como si me cerrase por un instante su ojo permanentemente abierto, invitándome a seguirlo por senderos azules para amar la luz cenital que se acompaña del maná al otro lado del horizontal espejo. Para sumergirme en los impulsos sincrónicos del cardúmen. Para enloquecer con las oleadas de deseo que como droga se introduciría por mis branquias. Para probarme como el más feroz, más rápido, y más cruel de cuantos peces hayan sido en todos los océanos. 

El brillo circular, metálico, de aquel ojo suyo me seguía fijo a través del cristal.

Instantes después me encontré en una envoltura amniótica, seguro e invencible, lleno de una sabiduría ancestral iluminada en gradaciones que se perdía en los fondos ultramarinos.

Entendí los dilemas de Ahab cuando la fuerza del torrente arrebató mis certezas, depositándome en un súbito carrusel, vórtice inmenso, monstruoso y parpadeante que, espasmódico, engullía a La Creación entera.

Luego fui atemporal. Transcurrí en una calma sin adentros ni afueras. El agua era el exterior, el contenido y la vida. Todo lo escuchaba: el más mínimo oleaje reventando en una playa de Sumatra, al otro lado del mundo, impactaba cada uno de mis poros, rompiendo en mis sentidos aguzados.

Oí canciones de marineros en lenguas olvidadas, fundidas con la vibración armónica universal. El diapasón de mis cartílagos, en consonancia con el La primigenio, acompasaba por momentos el grito único del mar.

Al final, la lucha colosal de las esferas abisales fracturó mis entrañas, multiplicándome como pedacería de espejos arrojados a ese palpitante y hermoso agujero de insondable maldad. 

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